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DILEMA IMPORTANTE: ¿CABALLEROSIDAD O INTELIGENCIA?
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Hoy me tocaba enviar las primeras fotos para el trabajo final del curso.
Cuando le di al botón de «enviar trabajo», me invadió un estado de insatisfacción; pues muy en el fondo, sabía que el resultado apenas rozaba la línea de aceptable, lo había hecho a la carrera. Pero aceptable es mejor que malo, ¿no?
Esto se lo achacaba a que mi mente estaba en otro lado, pero curiosamente, no sentía remordimiento alguno por haber "perdido" una semana en la suerte de trabajo no remunerado que aseguraba mi estadía en el hotel. Y podría poner en duda si la palabra "trabajo" era la adecuada, porque jamás lo sentí así. Me encontré a mí misma tan cómoda con ellos que hasta olvidé mi poca tolerancia al clima caliente.
Eso sí, la ida a la bananera de antier me dejo un bronceado de camionero que esperaba emparejar en la playa.
Como a las ocho de la mañana bajé a desayunar. Una particularidad del hotel era que para las comidas no había servicio de habitación, debías bajar a la pequeña terracita techada que estaba ornamentada con motivos florales; en principio porque al ser un negocio familiar, ellos contaban con muy poco personal como las tres cocineras y los conserjes que también desempeñaban el rol de mucamas. Lo supe porque me hice muy amiga de don Ricardo, el señor que vino hace un día y medio a limpiar mi habitación y que de paso me regaló un paquete de confites masticables de manzana verde porque —palabras de él, no mías— era una joven encantadora.
En la barra donde se pedía el desayuno estaban las tres cocineras. Eran todas señoras de cabellos canosos, acentos caribeños y mucha energía para empezar las mañanas. Doña Carmen era la mamá de Garbanzo, una mujer grande y corpulenta de tez trigeña; sus manos regordetas amasaban la masa del patí con la maestría de quien cocinó toda su vida. Doña Mercedes, por el contrario, era más bien pequeña, de manos huesudas y curtidas por el trabajo pesado. Tenía un semblante severo que me recordaba a la señorita Rottenmeier de Heidi. Y por último estaba doña Martina, una señora muy perspicaz que hacía preguntas un tanto... invasivas.
Recuerdo que la primera vez que me vio, doña Martina me dijo que estaba muy guapa, delgada y educada; que si no tenía novio podía presentarme a su hijo de en medio y que le gustaría tener una nuera tan linda como yo. Todo giraba en torno a mi apariencia y en cómo, de manera casi desesperada, le gustaría que mis genes formaran parte del acervo genético de su familia también.
Y no me importaba que la señora fuera así de superficial, pues yo admitía serlo también en algunos casos como todo el mundo; pero sus intentos rallaban en el genuino e incómodo entusiasmo. No podía culparla, yo era un partidazo.
Recibí los sándwiches de carne mechada que desayunaría junto a una taza de café.
—Que los disfrutes, muchacha. Les puse queso de Turrialba. —Doña Carmen me sonrió. El imaginarme el queso derretido sobre la carne me hizo la boca agua.
—¡Muchas gracias! —No escondí mi emoción.
Estaba buscando una mesa de entre las pocas que habían pero ya estaban ocupadas. Le di un repaso más a la estancia hasta que di con Irene, estaba desayunando sola.
No me lo pensé mucho y avancé hasta ella.
Estaba muy concentrada en su teléfono, había una empanada de queso a medio comer olvidada en su plato.
Hoy tenía el cabello suelto: la cascada de rizos flojos le caía por la espalda y un mechón rebelde me tentaba a que lo acomodara detrás de su oreja. Pocas veces lo llevaba así y por eso me tomé unos segundos para mirarla más.
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Flores en el tocador ©
Roman d'amourAquella fatídica vez en un húmedo pueblo de la costa caribeña, Luciana pasó un día terrible. Llovía mucho, la asaltaron, la amenazaron con un arma... Pero tranquilidad, que las cosas se ponen peor: se verá obligada a convivir con la mujer más insufr...