42 | Para medrar en política... y en Luciana Asenjo

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Para medrar en política... y en Luciana Asenjo

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A las casi cuatro y media de la tarde, Irene y yo partimos de la reserva. En todo el camino de regreso a la entrada llevé mi cámara como si esta valiera su peso en oro. Estaba segura que esta última tirada de fotos me valdría un sólido cien en la entrega final del trabajo.

Me despedí de todos con una sonrisa. La pequeña Ari me regaló un abrazo, acepté el apretón de manos de don Pablo, y el asentimiento un tanto frío de Yan. A Eden, por el sentimiento de protección que me daba, la abracé. La tomé por sorpresa, pero la chica soltó una risa y correspondió mi gesto con calidez. Me separé de Eden y volteé hacia Irene. Me miraba con una sonrisa suave y noté cierto anhelo en sus ojos.

―Que tengan buen viaje ―dijo Eden con una sonrisa―. Fue un gusto conocer a tu chica, Irene.

Walters dejó de sonreír y la sentí contemplarme de reojo, como si sopesara el peso de las palabras de la chica de los lentes, y como si fuera a espantarme de alguna manera. Mantuve la compostura, pero quise gritar de la emoción.

―Exacto, soy su chica. ―Sin abandonar la enorme sonrisa que a estas alturas se haría crónica, rodeé los hombros de Walters con mi brazo―. Hasta que al fin alguien me reconoce por lo que soy.

De escuchar a Irene llamarme "su amiga" otra vez, se me haría una úlcera gástrica.

Eden rió. Me permití espiar a la muchacha entre mis brazos por el rabillo del ojo. Tenía un ligero sonrojo y estaba más seria de lo normal. Noté que contenía una sonrisa con todas sus fuerzas. Al notar mi mirada rodó los ojos y me empujó lejos de ella, con sus manos sobre mi abdomen.

Contuve una carcajada.

Cuando regresábamos al carro, Irene puso su mano en mi espalda y me dio varias caricias de arriba abajo. Caí en cuenta de lo cansada que estaba, y no era para menos: habíamos caminado demasiado bajo el pesado sol del medio día y yo andaba en tenis deportivas, sentía los pies destrozados. Miré con envidia los zapatos de Irene, que eran aquellos que usaban los ingenieros y los senderistas: cubrían los tobillos y tenían una suela que aparentaba tener la capacidad de pulverizar piedras con sólo pisarlas.

Ambas nos subimos al carro de mi hermano, Irene tomó el copiloto con confianza y se desparramó en el asiento. Yo habría hecho lo mismo si no fuera la conductora. Aún nos quedaban unos veinte minutos de viaje entre la reserva y la casa de los Walters, dejaría a Irene y luego yo regresaría al hotel. Encendí el carro y dejamos la reserva. Por el retrovisor vi cómo nos alejábamos poco a poco. Inesperadamente, me invadió una sensación de nostalgia prematura. ¿Volvería algún día a ese lugar? ¿Estará igual? ¿O habrá cambiado?

Todas aquellas preguntas respondían a un miedo que no hacía más que crecer desde la muerte de mi abuela Virginia: el inevitable paso del tiempo. Y si hablábamos del paso del tiempo, yo acababa de terminar la última tirada de fotografías. Sólo debía retocarlas un poco y podría enviarlas.

Ello quería decir que, oficialmente, me quedaba una semana y media en Cahuita.

Luego de eso volvería a casa.

Otra vez ese dejo amargo de nostalgia prematura. ¿Cómo podía extrañar un lugar que no abandonaba aún? Me imaginé a mí misma sin tener a Irene a cinco minutos de distancia y sentí un leve agarrotamiento en la garganta. La miré un momento. Tenía los ojos cerrados y la sien recostada en el vidrio del carro. Sonreía con tal suavidad que me relajó.

La iba a extrañar muchísimo.

*

Quiero destacar que mi plan inicial era dejar a Irene en su casa e irme al hotel, como mencioné antes, pero ella me convenció para que yo quedara un rato más. Cruzamos el patio de entrada con los bultos al hombro y aquel botellón enorme en el que llevó no sé qué químico para la finca de don Gerardo. Abrió la puerta de la casa y entré tras ella. El lugar estaba sumido en un profundo silencio. Walters avisó de nuestra llegada a los abuelos, pero dieron respuesta alguna.

Flores en el tocador ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora