41 | Nàmu, la reina de los jaguares

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Nàmu, la reina de los jaguares

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Sin soltar su rostro, reparé en que Irene me contempló aturdida. Sus hombros estaban tensos así como sus manos, que se hallaban asidas a mis antebrazos. Mentiría si dijera que su reacción no me descolocó un poco, sus ojos estaban perdidos en algún punto desconocido de mi cara.

―¿Estás bien? ―le pregunté en un intento de traerla de vuelta.

Parpadeó, me miró a los ojos y se irguió en su lugar como si con ese gesto pudiera recuperar el control sobre sí misma.

―Sí, sí ―respondió sin separarse de mí.

―¿Estás segura? ―Bajé mis manos de sus mejillas para tomarla por los hombros.

―Es una tontera ―negó con la cabeza―, no tiene importancia.

―Pues a mí me importa esa tontera. ―Le regalé una pequeña sonrisa.

Irene se mordió el labio inferior para disimular que poco a poco se había ido contagiando de mi sonrisa. Agachó la cabeza pero eso no evitó que yo notara sus mejillas coloradas.

―Me tomaste desprevenida ―confesó sin mirarme―. Según yo estábamos en público y, ya sabes, alguien podría vernos. No quiero que a don Gerardo le dé un infarto por ver a dos mujeres besándose.

Su respuesta me irritó. No sabía si era por culpa de la imbécil de su exnovia, pero últimamente andaba algo insegura. Sabía que eran emociones sin fundamento, puesto que Walters se había encargado de aclararlo todo, y aun con esos buenos argumentos en favor de la tranquilidad, no me sentía eximida de sobre pensar. Ello provocó que a raíz de su para nada satisfactoria respuesta, dedujera que en el fondo, Irene no quería que nadie la viera conmigo.

Me crucé de brazos y desvié la mirada.

―¿Está mal que te haya besado? ―Hasta el tono de voz se me enserió.

Me abrazó por la cintura. Tomó mi mejilla y ladeó mi rostro para atrapar mi boca con la suya. Su acción fue tan repentina que me sacó un suspiro de sorpresa. La mano que me apresaba por la cadera viajó a la parte baja de mi espalda, en lo alto de mi trasero. Me empujó hacia ella hasta que su abdomen quedó adosado al mío. Tomó mi labio inferior entre los suyos y le correspondí de inmediato. Me dejé ir. La abracé también. Suspiré en su boca. Cuando nos separamos y me miró a los ojos, sentí la cara coloradísima. Sonrió con profundo cariño antes de darme, pues, una respuesta verbal:

―No. No está mal que me hayas besado ―susurró de tal manera que cada palabra que decía chocaba contra mi boca y me hacía cosquillas―. Me gustó mucho. Fue sólo que en mi cabeza, como dije, estábamos "en público", nunca he besado a nadie en público.

―Bueno, tal vez sí es un lugar público si incluimos a las decenas de monitos capuchinos que andan por ahí. ―Abrí los brazos en grande, dando a entender que me refería a la espesa selva que nos rodeaba.

―Puede ser.

―Pero si quieres, puedo ser tu primer beso en público ―le hice el ofrecimiento con la voz aterciopelada.

Ella, sin borrar la sonrisa, me siguió la corriente.

―Depende de dónde y cómo ―respondió emulando una mueca pensativa―. Odio presenciar muestras públicas de afecto explícito, también hay que saber comportarse en sociedad.

Asentí como si me lo tomara en serio.

―Como toda una chica de bien. ―Tomé un mechón de su cabello rebelde y comencé a jugar con este.

Flores en el tocador ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora