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EL SÍNDROME DE LA SOLEDAD
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Moví la cabeza hacia la derecha para sentir su mejilla cálida contra la mía. Su cuerpo lánguido me apresaba contra la cama, con su pecho agitado sobre el mío y mis piernas aún bien envueltas alrededor de su cintura. No quería moverme, y mucho menos quería que ella lo hiciera.
Había experimentado los estragos de un estado de inconsciencia profundo, casi cercano a la muerte. Con seguridad, podía afirmar que la dueña de aquella melena castaña que cayó sobre mi pecho estaba sufriendo los mismos efectos, su respiración tan tranquila me lo confirmó. No recordaba que el desvanecimiento posorgásmico fuera tan exhaustivo. Tenía el cuerpo y la mente cansada. Me sumía en una burbuja de felicidad absurda debido, en mayor parte, al desfogue de hormonas de hace unos instantes.
Porque por otro lado, me asediaron antiguos fantasmas.
En mi mente, debido a experiencias pasadas de las que ahora renegaba, reflexionaba y aprendía, se estableció una consigna que relacionaba al momento después del encuentro sexual con la intranquilidad. A raíz de esto, a pesar de que deseaba a Luciana al punto de soñarla ―de soñarnos― en una tesitura como la que se desenvolvía justo en este momento, no pude evitar ser tomada por los incómodos efectos de la incertidumbre.
¿Y sí yo no le gustaba lo suficiente? ¿Y si sentía que me estoy propasando?¿Y si se sentía agredida por mí? ¿Y si sólo le interesaba un polvo conmigo y quería echarme?
Tomé una fuerte inhalación y luego fui soltando el aire por la nariz. Odiaba cuando mi cabeza enloquecía y, tentada por la paranoia, sobreanalizaba todo e ideaba escenarios cada vez más absurdos. No voy a dejar que me arruine esto, sea lo que sea o en lo que vaya a convertirse. Sabía que yo no podía cambiar las intensiones de Luciana, y no podía exigirle claridad cuando yo no se la había dado ni por asomo.
Sin darme cuenta, la acuné contra mí como si quisiera protegerla.
¿Sería muy ingenuo de mi parte fantasear con algo más? ¿Con un tipo de lazo más fuerte?
Una mano cálida se posó en mi brazo. Me regaló una caricia que iba de arriba abajo. Reacomodó la cabeza contra mi pecho. La sentí sonreír contra mi piel. Me brindó tranquilidad, porque no parecía tener intención de levantarse y alejarse de mí.
―¿Qué es lo que tanto te atormenta? ―preguntó con la voz áspera.
Detuve los mimos a su cabello.
Asenjo tenía una voz dulce, femenina; su entonación siempre iba aderezada con la expresividad. Escucharla un poco más profunda le aportó una nota sensual que me provocó un sonrojo involuntario. Incluso más que el hecho de tenerla desnuda encima de mí.
―No es nada.
Colocó las palmas de las manos sobre el colchón para erguirse un poco. Buscó mi rostro para observarme. Sus ojos azulados, ahora más claros de lo normal, se entornaron. Le sostuve la mirada. La suya, en consecuencia, se suavizó. Acarició mi mejilla con la misma delicadeza que empleó para yacer dentro de mí.
Entonces me besó en los labios. Lento, firme. Y luego se separó.
―Sé que hay algo a lo que le das vueltas ―susurró, y como pasaba a menudo entre nosotras, me hizo la acotación con la mirada: "yo también soy mujer, Walters, a mí no podrás engañarme"―. Si tiene que ver conmigo, sabes que puedes avisarme si puedo serte útil, y si no, también.
Me serías muy útil si te quedaras conmigo y no te vas nunca, quise decirle.
Pero eso no sería lo más apropiado.
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Flores en el tocador ©
RomanceAquella fatídica vez en un húmedo pueblo de la costa caribeña, Luciana pasó un día terrible. Llovía mucho, la asaltaron, la amenazaron con un arma... Pero tranquilidad, que las cosas se ponen peor: se verá obligada a convivir con la mujer más insufr...