26 | Asenjo es más que una cara bonita

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ASENJO ES MÁS QUE UNA CARA BONITA

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Abrí los ojos poco a poco. Los entrecerré esperando que me diera la luz de la mañana en el rostro. Pero eso no sucedió. Las cortinas de mi habitación no estaban corridas, así que esa noche lo que entraba era la luz plateada de la luna.

Solté un quejido y me removí entre mis sábanas cálidas. Desde luego, recordaba lo que había sucedido antes de caer dormida por culpa del cansancio, así que me erguí cuando no encontré a Luciana junto a mí.

Seguro se había ido ya.

Aquella deducción no hizo más que agriarme el humor. Mi expectativa era despertar con ella a mi lado, por muy empalagoso que eso sonara. A estas alturas no me reconocía a mí misma a veces.

O te estás pareciendo tanto a la Irene ingenua y enamoradiza de dieciséis años que prefieres fingir que no te gustan los cuidados propios de una pareja.

¿Pareja? En definitiva la fiebre me tenía delirando.

De hecho, hasta cierto punto pensé que la voz enérgica y dulce de Luciana era producto de mis delirios, pero la almohada a mi lado tenía el olor a rosas de su pelo. Enterré el rostro en el tejido blando y aspiré con fuerza.

Me encantaba esa estúpida.

La estúpida esa que me traía helado, me abrazaba y leía para mí en completa ignorancia de lo que sus acciones estaban haciendo conmigo; cuando minutos antes estaba a punto de tirar el libro contra el espejo del tocador porque la congestión, el dolor de cuerpo y el ligero mareo me tenían de un humor similar al de Ebenezer Scrooge.

Una risa se coló por las endijas de la puerta cerrada. Me hizo levantar la cabeza de la almohada al reconocerla, ¿aún no se había ido?

Me calcé las pantuflas y me precipité hacia la puerta para abrirla.

Y en efecto, ahí estaba ella sentada.

Compartía la cena con mis abuelos. Me quedé mirando su espalda cubierta por su largo pelo castaño. Mis ojos viajaban en declive hacia abajo cuando mi abuela me interrumpió.

―Hija, que bueno que te levantaste ―dijo, y me dedicó una de esas sonrisas suyas que me daban a entender que sabía más cosas de las que debería.

Me ponía de los nervios.

Mi abuelo y Luciana se giraron para verme.

Ambos me regalaron una sonrisa.

―Hola... ¿Qué hora es? ―inquirí. Mis intentos por cubrir mi torpeza resultaron inútiles.

―Como las seis y cuarenta, adelantamos la cena para que la muchacha no se vaya tan tarde ―respondió el abuelo luego de darle una mirada a la joven que engullía su plato de sopa de pescado con entusiasmo, ajena a todo lo que sucedía justo frente a ella.

―Claro...

La abuela se levantó y me sirvió un plato pese a mi insistencia en el hecho de que estaba en condiciones para hacerlo yo misma. Me senté al lado del abuelo Orlando, pues Asenjo estaba al lado de la abuela Flor, y para suerte o desgracia, justo frente a mí.

Me llevé una cucharada a la boca. Todos en la mesa me observaban, pero la mirada de color azul oscuro fue la que me entorpeció mis movimientos aunque no fuera su intención.

―¿Lograste descansar? ―me preguntó ella echando el cuerpo hacia adelante, atenta.

Comencé a juguetear con el lóbulo de mi oreja con nerviosismo. Pero apenas me percaté de ese detalle, me detuve. Veinte años y esa maña aún no se me quita.

Flores en el tocador ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora