Autobuses en el tiempo (2/12)

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Los tableros y los decemdos se desvanecieron cuando acabamos la partida, quedando en la habitación solamente nosotras tres. Del bol agarré la última tiormaña que quedaba y me la llevé a la boca. Un fruto seco que combinaba los sabores y texturas del pistacho y la castaña en forma de anacardo de tres puntas.

—Ahora dinos, Theia. ¿Tienes miedo? —apuntó Uillín—. Con tan solo diecinueve años, serás la más joven que participará.

—¡Claro que es la más joven! —intervino Venus—. Es superdotada.

—No soy superdotada, Venus —resoplé—, te lo he dicho millones de veces. Mi coeficiente intelectual está solo veinte puntos por encima de la media, es decir, ciento setenta. Si he conseguido llegar hasta donde estoy, tiene que ver con el tiempo que le he dedicado a todo. ¡Y no! No tengo miedo, no creo que vaya a suceder nada extraño. Además, como ya sabéis, no obtuve tan buena nota como esperaba, por eso no iré al pasado. Lo que aún no sé es como Perséi pudo obtener tal puntuación. Es decir, ¿cómo la han podido hacer nalas de la misión? Lo normal sería que el rango más alto lo tuviera alguien más experto en el tema.

—Theia, no te cabrees de esa forma, seguro que en los próximos viajes consigues que te dejen ir —intentó consolarme Venus y después añadió pícaramente—; además, así te aseguras que las maquinas son resistentes antes de montarte tú. No vaya a ser que te quedes flotando en esa extraña dimensión.

—Algo que aun no comprendo es el hecho de que permitan los viajes espacio-temporales después de más de mil años de prohibición —expuso Uillín extrañada—. Hay muchas teorías conspirativas respecto a esta cuestión. Hay quien dice, que realmente el primer Vulgaris fue una mutación de un Melius que llegó desde el futuro.

—No, eso no puede ser —intervine con la mano en la cabeza, decepcionaba que Uillín se hubiera creído tal patraña—. El tiempo tiene su propia dirección. Lo que quiere decir, que los cambios en el futuro siempre dependen de las decisiones del pasado, pero nunca al revés. Si hubiera pasado eso, hubiera sido una paradoja temporal, y eso podría haber destruido el Universo enterito. Eso dictamina el libro «Normas de Natacowers», escrito por los hermanos Nathad-Gloc, articulo dieciocho, apartado cuatro.

Venus y Uillín sonrieron sin entender del todo lo que había acabado de decir, compartieron una mirada por unos instantes, después Uillín añadió:

—Venus tiene razón, si en este viaje no puedes ir, seguro que en el siguiente lo harás. Ya sabes que un viaje de milenios luz empieza siempre con un despegue, y por tu preparación intuyo que ya puedes ver tu destino por la ventana. No te desanimes, de verdad.

—Gracias —agradecí con los ojos a punto de dejar escapar alguna que otra lágrima mirándolas a ambas—, gracias chicas, de verdad que sin vosotras no creo que hubiese llegado tan lejos.

—Por cierto, Theia —interrumpió Venus—. ¿Cuándo empezaba tu clase de hoy? ¿No nos dijiste que hoy tenías la última clase antes del viaje?

Me levanté algo agobiada de la cama, toqué la pared y en esta se proyectaron tres barras, una debajo de la otra, que indicaban el paso del tiempo en forma de porcentajes a medida que se llenaban de derecha a izquierda. La de arriba indicaba los centatos, la del medio los pentatos y la de abajo los decaganos. Eran los dos y noventa-y-uno, y mi clase empezaba a las tres.

—¡Por todas las constelaciones! Seguiremos hablando en otro momento. Ya os contaré.

—Hasta luego, Theia —pronunciaron ambas a la vez, y se desvanecieron, ya que todo el rato había estado en llamada con ellas.

Tanto las llamadas, los juegos, los libros, y todo aquello que utilizara los hologramas para su proyección, se hacía gracias a un pequeño dispositivo más pequeño que la palma de mi mano, en forma de pirámide triangular transparente llamado «trinstáil». Dicho elemento, que durante toda la llamada había relucido con el azul propio de una estrella masiva, y se encontraba reposando en el suelo, se apagó. Era un dispositivo para uso convencional, y con él podías proyectar casi cualquier cosa.

Volví a tocar la pared con ímpetu mientras pronunciaba: «modo espejo, por favor». De un momento a otro toda la pared se convirtió en un espejo gigante. En ese instante llevaba un peifrati azul con estampados blancos en el cuerpo y unas kengemut naranjas en los pies. Las kengemut eran el nombre que recibía el calzado que llevábamos en nuestra época, unas especies de botas totalmente ergonómicas que cubrían los pies. Estas estaban separas del resto del conjunto debido a que con algún que otro complemento se les podía dar más usos que no solo caminar.

Debido a que en eventos formales como podía ser una clase no estaba bien visto tener dibujos en el peifrati, decidí cambiármelo por uno del mismo color pero sin nada de decoración. Agarré la máquina que se encargaba de la creación del ropaje, y entonces dándole a un botón, todo lo que llevaba puesto en ese momento se despegó del cuerpo, se unió y se convirtió en un prisma rectangular del mismo color que el ropaje con algunos de sus estampados. Dejé la pequeña forma geométrica encima de un estante de madera donde reposaban más conjuntos comprimidos. De entre ellos agarré uno que era totalmente azul, y al tocarlo se me empezó a adherir al cuerpo con la misma facilidad con la que el otro había salido.

Después de comprobar en el espejo de la pared que iba presentable, ordené a la pared que volviese a su estado original, y me dirigí al tobogán que iba directo de mi habitación hasta la cocina, un método de desplazamiento utilizado bastante en aquellos hogares que tenían más de una planta, excepto para aquellos abuelos que superaban los ciento cuarenta años, que ya empezaban a tener problemas de espalda irreversibles aún con la medicina de mi época.

—¡Un barresen sabor cuatro! —la mandé al asistente de cocina cuando caí en el asiento. Los barresen eran la comida que oficialmente se servía en la Tierra para que el cuerpo obtuviera todos los nutrientes necesarios para la vida. Con uno al día era suficiente. Sus sabores eran muy limitados, y debido a eso muchos de los jóvenes glotones de mi era optábamos por comer algunos aperitivos entre horas, como lo eran las tiormañas—. ¡Rápido, no quiero llegar tarde!

El asistente de cocina me dio de comer con su brazo robótico. Aunque los barresen podían servirse en diferentes formas, el de mi casa solo permitía los barresen alargados con base estrellada. Después de comer, el asistente me limpió de la cara unas migas que se me habían pegado en la cara.

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