Capítulo 3

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La aguja atravesó la carne lentamente. Un hilo negro fue formado un camino sobre la piel, mientras unía con paciencia los bordes de la herida abierta. La piel alrededor se veía húmeda, ligeramente hinchada, con un tono enrojecido que indicaba todavía la presencia de una infección. El médico cosió con las manos inquietas la lesión que había dejado la bala en el hombro del escirio, intentando ser lo más cuidadoso posible.

Sin embargo, no había mucho que el doctor pudiera hacer. Ya era la tercera vez que volvía a suturar aquella herida de bala, y para esas alturas, el escirio debía tener más antibióticos en las venas que sangre en el cuerpo. Si eso no lo ayudaba, no había mucho más que pudiera hacer. Con la conciencia retorciéndose, el hombre volvió a asegurarse de controlar la expresión del prisionero, que mantenía la mirada baja y aturdida en el suelo, pero que parecía negarse por completo a cerrar los ojos. El doctor se apuntó que tal vez la próxima vez debería darle un poco más de morfina, solo para que el escirio durmiera tranquilo.

Aunque el médico lo comprendía. Él tampoco podría dormir con la presencia del capitán Bastián detrás de él, vigilando cada uno de sus movimientos como un maldito perro guardián.

—Capitán, de verdad, n-no es necesario que esté presente —insistió el médico por enésima vez. Le estresaba tanto sentir su mirada clavada en la nuca, que sudaba pese al frío que convertía su aliento en vaho—. El tratamiento no tardará mucho más.

—Está bien —dijo la voz del joven capitán, gentil y despreocupada, como si le perdonara un pecado—. Puede continuar.

El doctor quiso llorar en ese mismo instante. Siguió cosiendo la herida del prisionero, maldiciendo en su mente. Él se había hecho doctor para salvar vidas y ayudar a la gente. Cuando se alistó al frente solo quería contribuir con su país salvando a los soldados o los civiles que se herían en el conflicto. Sin embargo, los últimos días su único trabajo había sido coser una y otra vez las heridas del escirio capturado y asegurarse que no muriese bajo las palizas de sus superiores.

El médico miró con lástima la piel pálida y enfermiza del hombre joven frente a él. Vio aquel par de ojos hundidos y nublados por la medicación, las contusiones hinchadas en su rostro, los apósitos sobre sus cortes, las grandes superficies de piel negra y morada que manchaban su torso, ocultando costillas rotas y músculos desgarrados, la herida de bala en su hombro, inflamada, o su otro brazo, limitado por una plancha de madera que ataba firmemente los huesos de su mano izquierda.

El general Corell había fracturado varios de ellos cuando bajó a visitar al escirio. Había dañado dos de las falanges de sus dedos anular e índice, así como sus respectivos huesos metacarpianos y un último carpiano. Gracias a Dios sabe qué, no iba a requerir una operación, aunque el médico estaba seguro de que no se la dejarían practicar en él. Aun así, todavía estaba por ver si aquella mano sanaba lo suficientemente bien como para no quedar lisiada, y al ritmo al que iban las palizas, ya sería un milagro que el soldado enemigo sobreviviera.

—¿Puedes, eh... mover los dedos de tu brazo derecho? —preguntó el doctor, intentando cruzar la mirada con los ojos enturbiados del prisionero. Este reaccionó tras unos segundos, aturdido, observando al doctor y luego mirando la mano al final de su brazo. Flexionó los dedos lentamente un par de veces antes de volver a quedarse quieto. Sin embargo, el médico aún lo tomó como algo positivo—. M-me gustaría poder hacerte un mejor estudio, pero no... no dispongo de las herramientas. Quería comprobar que tu nervio radial sigue intacto. Si la infección provocara un daño en el nervio, tal vez no podrías mover el brazo de nuevo. Si llegamos a pasar por algún hospital en nuestra vuelta...

—No creo que eso suceda, doctor Evis —lo interrumpió el capitán con calma, haciendo que el hombre de mediana edad se sobresaltara.

—Oh, ah... Entiendo. Disculpe.

El Réquiem del CisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora