Capítulo 5

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—¿He sido claro? —preguntó la voz grave de Bastián, resonando en la oficina silenciosa.

El despacho del capitán, instalada en el primer piso del cuartel, se encontraba ahora extrañamente llena con la presencia de un grupo de soldados. El vorniense, sentado sobre la mesa de su escritorio, clavaba sus ojos azules sobre los hombres frente a él. Su postura, relajada pero firme, con los brazos colocados descuidadamente sobre sus rodillas, parecía ligeramente amenazante ante los cuatro soldados que se cuadraban frente a él. Bastián mantenía entre sus labios un cigarrillo, y una sonrisa que no era una sonrisa.

Tal vez lo hacía a propósito, o tal vez no era consciente: sus sonrisas eran extrañamente inquietantes, no llegaban a sus ojos, y lo hacían ver todavía más intimidante. Fuera esa o no su intención, algunos en el grupo de hombres frente a él todavía contuvo el aliento.

—Sí, capitán —dijo uno de los hombres, el único que no se amedrentaba incluso cuando se notaba a leguas que el capitán no estaba de humor. El resto simplemente asintió con la cabeza.

Bastián los miró por unos segundos, rememorando la conversación prácticamente unilateral a la que les había sometido desde hacía unos largos siete minutos. Sabía que a Geran no le afectaban sus palabras.

—No puedo confiar en nadie más que los que estáis aquí presentes. Sois los únicos que estuvisteis ahí ese día y que sabéis qué pasó con el escirio. Espero que siga así —comentó el capitán, resiguiendo sus figuras lentamente, como buscando indicios de que su mensaje hubiera calado—. Y sabes que no va por ti, Geran. Ni por ti, Manny, ni siquiera con tu lengua floja.

El susodicho levantó la esquina del labio, con una mirada sorprendida y tonta. Era grande como un armario, pero con tan pocas luces como uno. Negó dubitativamente de lado a lado.

—¿Yo? No he dicho nada, Bas. Me repetiste, Manny, no digas nada. Y no lo he hecho —declaró el tipo. Los dos soldados más jóvenes lo miraron de reojo, notando aquella voz gangosa y torpe—. No esta vez. Promesa.

Y el tipo realmente subió el brazo, con el dedo meñique grande y calloso extendido hacia el capitán. Bastián levantó una ceja y suspiró, ocultando una sonrisa, pero no le dijo nada más al soldado, que seguía confundido, mirando a su superior como si de un puzzle se tratara.

—¿Qué quiere que hagamos, capitán? —preguntó Geran, con esa mueca somnolienta de sabueso, esperando órdenes con calma, mientras acompañaba la mano de Manny hacia abajo, que seguía extendido en un intento inútil de entrelazar meñiques. Su cabello oscuro empezaba a mostrar unas primeras canas—. Manny, baja el brazo. Esos dos descerebrados te miran como a una atracción de feria.

—¿Descerebrados? Ah, eh, entonces... ¿Debería abrir sus cabezas, Ger? Puedes llenarlas. Será un momento.

—Era una expresión, Manny —explicó Bastián, observando como los dos novatos se ponían pálidos—. No tienes que abrir nada.

El hombre hizo un mohín nada acorde a su tamaño ni a su edad.

—Oh. Bueno. Por si acaso.

—Siempre que sepan mantener la boca cerrada, claro —se apresuró a añadir el capitán, animando al de pronto desanimado Manny, como quien le da un dulce a un niño—. Si no, confío en ti para enseñarles.

La que entonces debería haberse visto como una sonrisa satisfecha en el rostro de aquel enorme soldado, pareció de repente una mueca escalofriante, como la sonrisa sangrienta de un oso. Bastián ignoró las miradas inquietas de los dos jóvenes reclutas, que en aquellas apenas dos semanas no habían interactuado demasiado con el grandullón de Manny, quien tenía una malicia inversamente proporcional al tamaño de su corazón. El capitán hizo un gesto hacia la puerta mientras seguía con el tema que le había hecho llamarlos a su despacho.

El Réquiem del CisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora