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2019
El sol golpea con fuerza el techo de la iglesia. Una bandada de palomas emprende vuelo y surcan el cielo, dejando una estela tornasol a su paso. Los chicos regresan del colegio dando saltos alegres, despreocupados, esquivando las palomas y riendo a cada paso, en pequeños grupos, o solos.
Francisco se confunde con uno de ellos. Pequeño de estatura y delgado, envuelto en una sudadera azul oscuro a pesar del sol, camina con la misma parsimonia de los colegiales. Lo que lo diferencia es su rostro serio, su mirada fría y la idea de que es un chico que se mete en problemas.Nada más lejos de la realidad.
Cruza la plaza y se dirige a la iglesia. Un grupo de extranjeros toma fotografías del templo, construido a mediados del siglo pasado, bajo una inspiración barroca y neoclásica. Siempre que entra, Francisco mira el cielo raso, perfectamente descansado entre varios arcos, pintados a mano con grabados delicados. Poco le maravilla más que ese cielo raso.
Toca la puerta de la sacristía, donde le abre Ricardo. Un saludo seco es todo lo que intercambian, el joven sacristán le pide que espere mientras va por las llaves del coro. Mientras regresa, Francisco mira la jardinera, con sus plantas sin flores, todas iguales y del mismo tamaño. Pasa la mano por el barandal, especialmente por una abolladura del mismo, está se repite en los barrotes que lo sostienen. Algo -o alguien-debió haberse golpeado terriblemente ahí. Nunca ha consultado sobre eso, siente que, si pregunta, esa abolladura perderá su encanto, al igual que el misterio que encierra.
Ricardo aparece nuevamente y le entrega las llaves. Por primer vez, Francisco repara en la apariencia de Ricardo, en su tamaño de metro ochenta, en su piel morena, su cabello castaño claro peinado perfectamente con raya al lado, en sus penetrantes ojos verde ámbar y su sonrisa de dientes perfectos. Es un joven apuesto, la camisa del uniforme deja entrever claramente sus brazos torneados, y el pantalón de color claro marca a la perfección su buen trasero, exceptuando que su cuerpo se ensancha en las caderas, como si fuera una mujer que ha dado a luz. Y Ricardo, también por primer vez, repara en Francisco: en su piel bronceada, producto de trabajo al campo; en su cabello oscuro alborotado. En sus ojos, color musgo y su rostro avejentado, lo cual hace que sea difícil calcular su edad. En su ropa, en las camisetas largas con botones, en sus pantalones desvaídos y sus tenis sucias. La mirada que intercambian dejan ver que claramente no se simpatizan, pero el deber queda.
Francisco sube al órgano. Desde hace unas semanas ha alcanzado el status suficiente para poder tocarlo sin supervisión, lo cual es todo un logro. Recuerda el manotazo que el cantor le dió la primer vez que vió el instrumento tan de cerca, y se ríe. ¡Cuán lejos ha quedado eso! Se acerca al barandal y mira a la gente con un fingido gesto de autosuficiencia, esperando verse como el cantor. Sin embargo, su mirada baja a sus manos, donde aún reflejan aquellas cicatrices por los golpes de la vara y las quemaduras de los cigarrillos. Sus padres creen que son producto de cortar las plantas de café y de manejar las herramientas agrícolas. Eso quisiera que creyeran. Notó cómo Ricardo le miró las manos. Se incomoda al pensar qué pasaría si Ricardo le pregunta qué fue lo que pasó. Con escalofríos, camina al cuarto de máquinas, una puerta a la izquierda del órgano, y se da cuenta que la trampilla que lleva al campanario central ha quedado abierta. Decide cerrarla, pero arriba escucha risas. Risas de hombres. Distingue la del cantor, y su cerebrito le impulsa a subir a saludarle.
Arriba, una vista espectacular de la ciudad le recibe. Nunca había subido, no lo creía necesario, aparte, quien sabe qué le hubiera pasado si el cantor se enteraba. El parque se mira precioso, con sus árboles y plantas, las calles hasta donde se pierden de vista y los techos de edificios y casas. Un paisaje sublime.
-Pero mira nada más, Greg, querido, ¿esa no es tu basura?- Bernal está ahí. Se da la vuelta y lo mira, recostado al barandal norte. Junto a él está el cantor, una figura delgada y encorvada sobre Bernal.
El cantor se acerca a Francisco, con una mano le toma por el cuello de la camisa mientras que con la otra le alborota el pelo.
-Hola.- susurra el cantor, una voz apenas audible en el viento.
-Hola, Maestro.
El cantor lo suelta y se acomoda junto a Bernal.
-¿Pero qué le hiciste? Así no es como te enseñé, hijito.- dice el viejo con voz dulce. Acto seguido, empuja a Francisco, haciéndole caer al suelo. Lo toma por un brazo y le patea el estómago. Una horrible punzada hace al joven doblarse en dos. Pero Bernal no tiene piedad. Alza por el cuello a Francisco, asfixiándolo. Trata de tomar aire, pero entonces el viejo lo deja a caer al suelo. Respira fatigosamente, entonces es cuando él le pasa la mano por el pelo con rudeza.
-Hola, basura.
El chico no puede mantenerle la mirada. Aún así, contesta:
-Hola, Maestro.
Bernal le toma las mejillas, y lo pone frente a él.
-Mirame a los ojos, basura.
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DELIRIUM ✨ (Todos Merecemos Amor)
JugendliteraturFrancisco no es un muchacho cualquiera. Él ama la música, las canciones de amor y las flores. Él ha vivido el dolor de la humillación. Danna ha vivido una vida llena de dolor y exclusión. Sus padres no se preocupan por ella, y ella decide buscar am...