CAPÍTULO 24. Fantasma del pasado.

1.3K 148 40
                                    

«El amor es el olvido del yo»

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

«El amor es el olvido del yo».

Henri-Frédéric Amiel

(1821-1881).

Una libertad interior —profunda y genuina— embargó a Caroline desde que rompió con el marqués. Advirtió, conmovida, que vivió demasiado rápido y que no se permitió, siquiera, procesar la muerte de John ni se dedicó a glorificar su memoria tal como le hubiera gustado. Pero la omisión tenía arreglo porque pretendía emplear los años que le restasen en evocar uno a uno cada segundo que pasaron juntos.

     Y tenía innumerables momentos en los que detenerse, pues como sus padres eran amigos, además de vecinos, no recordaba ni un instante en el que no se hubiesen hallado próximos. Siempre fue su ídolo, más mayor que ella y comprándola con sus pícaros ojos miel para que se le uniera en las travesuras sin tener presente que solo era una niña. Comprendió, a lo largo de las semanas, que ya desde la tierna infancia no solo le gustaba John, sino que también lo amaba como una mujer ama a un hombre.

     Por eso la tarde en la que, paseando a Roscoe, encontraron el relicario, significó un compromiso entre ellos. La circunstancia de que John se lo entregase representaba lo mismo que si le hubiera puesto la alianza de matrimonio en el dedo. Ambos se enamoraron perdidamente sin saberlo, pero solo ahora se percataba de que las emociones fueron tan fuertes y tan sólidas como el granito. No obstante, no se lamentaba y revivía la experiencia sonriendo con alegría, pues era preferible haber amado y perdido que nunca haber amado. Como decía William Shakespeare, el dramaturgo preferido de John y a quien tanto le gustaba plagiar: «Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer, no has amado». Y Caroline le daba la razón.

     En aquella época, ingenuos, se creyeron transportados a una dimensión mágica en la que ambos eran sir Lancelot y lady Ginebra y en la que podrían cumplir todos sus sueños. John anhelaba ser un valiente caballero de brillante armadura y ella una guerrera que combatiría codo con codo a su lado. Desconocían que más adelante la realidad y un patriotismo —nacido en los juegos de la niñez— se ensañarían con la firme relación que construyeron. De improviso, la arrolló el deseo de volver a aquellos dichosos años. Necesitaba regresar al parque en el que encontraron el relicario.

     Así que tiró del cordel que agitaba la campanilla correspondiente a Emily y cuando esta acudió a su servicio, le anunció:

—Nos vamos de paseo, querida amiga.

     Salió vestida tal como estaba, solo escondió la ropa de andar por casa con la capa del color del cielo. Al traspasar el acceso le llamó la atención que un plebeyo bajase el primer escalón y que le diera la espalda sin haber golpeado a la puerta.

—¡Buen señor! —Caroline lo llamó con voz amable—. ¿Precisabais algo de mí? Soy la baronesa de Stawell.

     Cuando el individuo se giró de repente, asombrado al escucharla, vio que era idéntico a John. Y que, como a él, le faltaba la mano izquierda.

DESTINO DE CORTESANA.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora