Prólogo

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El final de una vida

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Corría lo máximo que mis piernas me permitían, arrastrando a los niños conmigo por el bosque

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Corría lo máximo que mis piernas me permitían, arrastrando a los niños conmigo por el bosque. Sabía que estaban agotados por tanto correr, pero aún no podíamos parar.

Porque ellos nunca se cansaban. Al menos, hasta saciar su sed de sangre.

Sí, sed de sangre.

Eso que ocurría en las novelas, con esas criaturas a las que llamamos vampiros. O como los llamaba yo, demonios. Monstruos parecidos a nosotros que cometen atrocidades.

Te preguntarás:

¿Cómo es que los vampiros se volvieron realidad?

La respuesta es sencilla.

Ellos han estado entre nosotros desde siempre.

Sólo que eran más... ¿pacíficos? Por decirlo de una manera. Se escondían y no querían llamar la atención.

Pero eso era antes. Antes de que uno de ellos decidiera provocar el caos.

Los que fueron convertidos por él, a voluntad propia por simple avaricia... Lo llamaban Dios.

De sólo pensarlo me daban ganas de reírme. ¿Cómo le podían llamar Dios a alguien como él, que sólo provocó desgracia y destrucción?

Alguien, que acabó con la vida de muchas personas. El que provocó que la humanidad descendiera a la mitad de lo que era, por las muertes y las enfermedades que llegaron con ellos.

Empezó, cuando estaba en mis últimos años de medicina en la Universidad.

Un caso muy raro a inicios de noviembre. Con una desaparición, una víctima con dos agujeros en el cuello, y un rastro de sangre en un callejón de Nueva York.

Al principio la gente pensó:

¿Qué cojones?

Debe de ser una broma, ¿verdad?

Habrá sido un psicópata al que se le habrá ocurrido esa idea.

Eso, hasta que empezaron a haber casos similares por todo el mundo. Y se expandió un vídeo ─grabado en directo─, donde salía uno de ellos, en carne y hueso, mordiéndole el cuello a una de sus víctimas.

A partir de ahí, todo se fue al traste.

Muy pronto, la gente empezó a esconderse en sus sótanos por las noches ─si es que tenían─. Con comida almacenada por la crisis, y no salían hasta que amaneciera.

Pero no servía de nada el tener la puerta truncada, el esconderse en la parte más profunda del subsuelo, si te hacías daño y te salía sangre. Te encontrarían, e intentarían por todos los medios llegar hasta ti.
Siempre lo hacían.

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