8. Extraordinario:

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Akaza Hakuji:

Zombie de The Cramberries versionada por The Bad Wolves sonaba a todo volumen en mis auriculares bluetooth mientras hacía unas dominadas en una barra que tenía instalada en la puerta de mi habitación. Antes de conocer a Koyuki y a su padre, el señor Soryuu, a penas escuchaba música. Cualquier distracción por mi parte podía costarle la vida a mi padre, sobretodo cuando su enfermedad comenzó a empeorar. Sin embargo, Keizo y Koyuki se afanaron en darme una buena educación musical: Beethoven, Paganini, Haydn, Vivaldi, Mozart, Chopin… Entre muchos otros se mezclaban con Queen, Guns'n'roses, Iron Maiden, Metallica, Rammstain y un etcétera larguísimo.

La música y el entrenamiento con el paso de los años se acabaron convirtiendo en una especie de vía de escape, llenar el asfixiante y ominoso silencio con la belleza de la música, con verdades que no somos capaces de transmitir si no es cantando, motivándome a cambiar todo aquello que me consume, que me empobrece como ser humano y me vuelve la peor de las escorias, aunque tal vez sea desde el bando equivocado, me hacía sentir completo, de alguna manera hacía menos dolorosos los huecos que me dejaron esas personas a la que tanto amé y que o bien la enfermedad o la crueldad humana me arrebataron. ¿Quedo como un sensiblero al decir que de alguna manera el hecho de escuchar a esos maestros y grandiosas bandas me hace sentir arropado incluso en los momentos en los que menos creo merecer que alguien me quiera?

Mis “profundas” reflexiones se vieron interrumpidas por la entrada de un mensaje, solté la barra y aterricé en el suelo flexionando ligeramente las rodillas para amortiguar el impacto. Del banco de abdominales cogí una mi toalla mientras me sacaba el teléfono del bolsillo trasero del pantalón y desbloqueaba la pantalla. Era un número oculto que me enviaba una foto tomada desde el interior de la cafetería próxima a la residencia de los Rengoku. En esta aparecía el menor de los hermanos vestido con ropa de inspiración victoriana acompañado de una chica vestida de la misma guisa.

No me había dado siquiera tiempo de encontrarle un sentido a lo que estaba viendo cuando me llegó un mensaje de la misma persona que decía así:

«El lobo ha encontrado un nuevo y blanco corderito que llevarse a sus fauces».

El corazón se me subió de golpe a la garganta y sin pensármelo dos veces me puse lo más rápido que pude una sudadera y salí de casa a todo correr. Mientras me abría paso entre la gente trataba de pensar a toda velocidad. Si la foto había sido realizada esa misma mañana, era muy improbable que quien fuera le hubiera puesto la mano encima a Senjuro, incluso en las calles menos céntricas solía haber bastante trajín de padres llevando a sus hijos a la escuela, regresando de esta o incluso dirigiéndose a sus respectivos trabajos, intentar algo en plena hora punta era una completa estupidez y quien quiera que fuera, seguramente había hecho aquello con el fin de hacerme reaccionar de algún modo, de todos modos no estaría de más asegurarse de que había llegado sano y salvo a la escuela. Por otra parte estaba el individuo que me había escrito el mensaje, este podría estar vigilando mis movimientos o en todo caso mis reacciones. Conteniendo el impulso de girarme cada dos por tres di un rodeo excesivo caminando con fingida despreocupación, fijándome en el reflejo de los escaparates de las tiendas por si veía a alguien siguiéndome.

Si tenía que tomar al pie de la letra sus palabras, tenía que suponer que fuera quien fuera, en el pasado había tenido que interactuar con personas de mi entorno, pero ¿con quién? De pronto una espantosa posibilidad se iluminó en mi mente. ¿A caso alguien más estuvo involucrado en la muerte de Koyuki? Apreté los dientes al tiempo que veía a lo lejos la escuela a la que asistía el menor de los Rengoku.

Cerca de esta había un supermercado. Con la intención de disuadir a cualquiera que me pudiera estar siguiendo entré en ella y permanecí algo más de media hora paseando por los pasillos. Para que nadie sospechara nada, compré un café helado y estuve fingiendo decidir entre unas Oreo blancas o unas tortitas de arroz recubiertas de yogurt. Al final me decanté por las segundas. Al salir, miré en derredor. A penas había nadie, unos cuantos estudiantes que apretaban el paso para no llegar tarde, el anciano propietario de una librería de viejo bebiendo té sentadi en una silla de tijera y un gato que lo miraba con atención.

El Umbral del Yo. (Tinta y Fuego. Libro III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora