12. Vlad y Elizabeth

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Austria, siglo XIX


«Oh mierda». Es lo primero que el cochero diría para esa noche azabache de diciembre.
La nieve resbaladiza cubría el camino ya; claro que era sencillo pasar, decía su señora, pero el caballo y él no opinaban lo mismo de esas ventiscas heladas.

- ¡Apresúrate George! Quiero llegar a esa fiesta lo antes posible, la invitación dice a las 11 en punto.- exclamó la vieja aristócrata a su chocero con elocuencia en su voz.- ¡Estoy aburrida aquí en casa, llévame ahora que mi marido no está!

- Por su puesto señora.- respondió George.- Lo siento amigo, ya oíste a la vieja. Al palacio entonces.- anunció el cochero a el caballo. Sujetó las riendas y dió un azote a su corcel para iniciar el viaje por la nevada.

El carruaje cruzó la suave caída de la nieve, era una linda vista del bosque con sus capas blancas encima, y lo único que dejaban a su paso, era la marca de las ruedas del carruaje y las huellas del galope acelerado del caballo.

El cochero tenía las mejillas encendidas, talvez era por el frío que chocaba contra su avejentado rostro, o por los continuos sorbos de vodka que tomaba para calentarse durante el camino.

La mujer que iba dentro del carruaje; conocida como la señora Westenra tenía alrededor suyo un esponjoso y lujoso cuello de piel de zorro blanco muy calientito.
Era la típica señora austríaca adinerada del siglo XIX que hacia lo que quería con su fortuna, pero que haría lo que sea para que la sociedad no la comiera viva con sus críticas aristócratas.

En fin, la señora Westenra estaba dispuesta a ser la envidia de las demás damas en aquel baile nocturno con su nuevo sombrero, guantes blancos finos y un vestido de diseñador londinense. Además de que la más linda y querida de sus sobrinas estaría también allí.

- ¿Cuánto más falta George? Este clima es muy inadecuado para alguien como yo.- exclamó con fastidio la quejumbrosa señora.

- No mucho señora. En menos de una hora estaremos en nuestro destino.- dijo George con aliento a vodka en sus rasposas palabras.

Pasó un buen rato.

El cochero siguió conduciendo por el camino, pero por un momento vió algo en el suelo tirado aún lejos de ellos, y en un parpadeo desapareció esa cosa. «Debió ser un animal muerto». Pensó el ebrio George. Pero los animales muertos no aparecen y desaparecen solo así.
«Debe ser el alcohol».
O tal vez no.
El caballo hizo un ronquido de angustia, y se forcejeó contra las riendas; George hizo un gesto para apaciguar al corcel, al parecer el animal también vió lo mismo.

Un cuervo hizo un graznido, luego un aullido lejano se escuchó entre lo más profundo del bosque. Primero fue uno, luego se le unió otro y otro y otro y otro, hasta que el coro de los lobos del bosque aullaron un presagio de peligro.
Estando prácticamente ebrio, George no le tomó importancia a el ruido de su alrededor. Sus párpados estaban pesados, cada vez más y más, solo fue un pequeño descanso de sus ojos, pero el bufido del corcel y un repentino freno lo despertó.
Apretó los ojos, los talló con fuerza queriendo casi limpiarlos de la perturbadora imagen que tenía enfrente.

Yacía delante del cochero, varios cuerpos de lobos negros y despeinados, desfallecidos sobre la nieve, batidos de líquido carmesí que manchaba el inmaculado manto blanco de la faz de la tierra. No era ni tres ni cuatro, quizás más de una docena.

«¡Esto no es real! ¡No es real!». Se repetía así mismo una y otra vez dándose pequeñas bofetadas a su rostro que perdió el color del alcohol a el color del firmamento helado.
La lámpara junto a él tenía una flama casi extinta y bailarina. Por más que se jalaba su canoso pelo, los lobos inertes seguían allí.
El caballo se mostró inquieto, no podía retroceder ni avanzar, ambos se dieron cuenta de que estaban rodeados de aquellos animales.

Hotel Transylvania - We'll Meet AgainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora