Capítulo 3

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Narrador: Anaïs Moreau

Desde pequeña estoy acostumbrada a no ser el centro de atención. Si mi padre de por sí no era lo suficientemente llamativo, mi hermana lo era, con su belleza y la gracia que la rodeaba. Era carismática, chistosa y con una conducta indomable. Claro que eso llamaba más la atención que alguien como yo, una chica sin personalidad y tímida.

Supongo que comencé a vivir realmente cuando ella se fue lejos y Belmont empezó a tratarme como si fuera una reina, una mujer inalcanzable. Creo que solo ahí me di cuenta de lo poco que me importaba que los hombres no me miraran.

Pero en la actualidad tengo que actuar como si estuviera enamorada de mi prometido, plantándome en frente de él para darle un beso en los labios, imaginándome que es una mujer. Aunque mi tipo sería de las que son suaves o demasiado energéticas.

—Bonne nuit mon bien-aimé.

—Buenas noches, amada mía.

Noto lo mucho que le alegra poder decir eso luego de que yo me haya animado a tomar la iniciativa. Y la verdad es un poco tedioso, pero ¿qué se le puede hacer? Es mi prometido y me tengo que conformar con eso.

Observo la atención de las señoras que ya he visto antes. Son unas chismosas que desean destrozarme. Pero nunca pudieron sacar nada malo ni de mí ni de mi hermana, así que solo fingen dulzura cuando me ven. Son unas víboras.

Entro a casa con sigilo, pero antes de que siquiera pudiera cerrar la puerta alguien jala de mi brazo y me mete con violencia. Me aterra que haya una persona con tanta fuerza bruta en casa. Me recuerda al pasado. Incluso con la vela iluminando su rostro, no puedo formular una sola idea de quién es.

—Señorita Anaïs, mire la hora, ¿qué hace volviendo tan tarde?

Pero su voz me relaja por completo, porque solo se trata de Marisa, la fiel amiga de mi madre y nuestra sirvienta. Es parte de la familia, técnicamente, así que la considero como mi tía.

—Lo lamento, sabe que es difícil convencer al Monsieur Belmont para que se detenga en una conversación —confieso en medio de una excusa y veo el gesto desaprobatorio—. Me iré a acostar ya mismo. En verdad lo lamento.

—Mire que preocupa a su madre.

—¿Qué le pasó? Es raro que no me venga a recibir con su fría mirada.

—¡Tampoco lo resalte con tanta asquerosidad! Está en cama, tiene un poquito de fiebre, pero ya se le pasará. Sabe que se preocupa mucho cuando ustedes dos se pelean.

Claro, como si a mi madre en serio le preocupara eso. Le preocupa no tener a alguien que esté al pendiente de ella las veinticuatro horas del día y que no pueda cumplir sus caprichos. Como si el hecho de que haya terminado lesionada no hubiera sido por su propia culpa.

Siempre que tomo las vías del tren, ella me arrastra hacia su oscuridad y es así como me recuesto en la cama, con la sensación de que en cuanto me vuelva a liberar, volverá a agarrarme.

Ni siquiera es solo una sensación, siento su mirada picando en mi espalda, sus toqueteos a la puerta, la forma perturbadora que tiene de asomarse, de crearme pesadillas como cuando era una niña. Pero ya no tiene valor pedirle que se vaya. Ella está perdiendo el rumbo.

A la mañana siguiente, despierto con el chirrido de mi puerta. Me da un susto terrible, hasta que percibo solo a una de las sirvientas entrando con el desayuno.

—Buenos días, Mademoiselle Moreau —dice mientras inclina la cabeza y me deja la bandeja sobre la mesa de luz.

—Gracias, Lidia. Pídele a Marisa tu paga.

—Agradezco haber estado bajo su servicio durante estos diez años. El abandonarla me causará dolor, pero siempre la voy a recordar.

—Fue un gusto conocerte. Te irás con varios más, así que no te sientas mal. Y, ya sabes, te he recomendado en grandes casas.

Ella solo asiente y se despide de mí pasando por esa puerta. Al momento en el que desaparece su figura, mi madre se muestra en el marco de la puerta con esa expresión de preocupación. No sé qué la preocupa más, si mi falta de atención a ella o que haya despedido a casi todos.

—¿Por qué lo has hecho?

—Porque tenemos ya demasiado gastos.

—¿Qué pensará de nosotros la gente si nos ve sin un solo sirviente?

—Dejé a tres. Basta y sobra para esta casa que tiene como diez habitaciones en desuso.

—¿De dónde has adquirido tanta frialdad hacia tu madre, Anaïs?

Tomo de mi café mientras la observo. Tiene el rostro colorado. Es cierto el hecho de que enfermó, pero algo me dice que ya es algo a lo que debe de recaer por culpa de sus emociones. A pesar de estar tan mal, se sigue arreglando, ya que sus rulos marrones oscuros permanecen con elegancia, con la técnica que necesito yo para mantenérmelos.

Sarah me mira con esos ojitos de perro mojados. Eso solo genera aún más presión a mi pecho. Desearía golpearla. Tengo el deseo interno de golpearla hasta sacar su verdadera versión o desahogarme por cómo me ha tratado durante años... Pero me aterra la violencia de mis pensamientos, así que bajo la mirada e intento tragar el té negro.

—Madre... Tienes que descansar.

—Ay, hija mía, lo siento, Dios sabrá que estoy un poco mala —se disculpa con los ojos achicados mientras se agacha ligeramente hasta estar con las rodillas sobre el suelo—. ¡Por favor mi niña! Por favor, discúlpame.

Me rasco el brazo con incomodidad. ¿Qué le puedo decir si está arrodillada en frente mío como si fuera alguna especie de virgen divina?

—Sé que complico nuestra relación, pero no te vayas, ¿qué haría sin ti? Te juro que me muero, no puedo vivir con otras personas a mi lado si no te encuentras ahí.

—No agarres así mi camisón, fue el regalo de Charlotte —menciono con cierta debilidad mientras tomo sus manos y doy un paso para atrás al oírla sollozar—. No hagas un show, madre. Todo está bien. No tienes que humillarte.

—Es que debí darme cuenta, por mi culpa te fuiste de la casa por mucho tiempo.

—No es eso, solo que estuve encerrada cuidándote con el tema de la gripe y después con lo de tu tobillo, ¿entiendes? Debo salir un poco porque sino la gente sospechará.

—¿De qué sospecharán? Ni que hubieras hecho mal al cuidar de tu pobre y sufrida madre.

Otra vez vuelve al mismo tema y debo de concentrarse para no terminar gritándole. No me agrada faltarle el respeto a mi madre, es más, nunca le he levantado la voz más que una única vez en mi adolescencia, pero me está sacando de quicio con su actitud infantil. Debo de tener mucha paciencia porque llegado a este punto está un poco demente y solo puedo relajarme pensando en la idea de que si le doy la razón me dejará en paz.

Acariciando esas manos resecas y sin poder ver más que su cabello, digo con la mayor dulzura en mi tono:

—Tienes razón madre, cuando pueda me volveré a quedar aquí, pero quiero vivir la vida y voy a seguir saliendo. Debes entenderlo. ¿Cómo conoceré a la persona con la que me casaré si no salgo?

—¿Y... Y si te casas con Belmont?

—Estoy saliendo un poco más con él... No toma mucho la iniciativa, pero es un buen partido —digo sin poder evitar el titubeo.

—No hay otro hombre mejor, él es tu prometido.

—Ve a descansar mamá, luego lo hablaremos.

Al soltarme de sus manos, me dirijo hacia el baño y en cuanto cierro la puerta, siento las lágrimas cayendo por mi rostro. Vivir aquí con ella es una tortura.

Está loca. No deja de desesperarme. Incluso la escucho afuera del baño pidiéndome entrar.

¿Por qué siquiera evalué la posibilidad de casarme con Belmont si está claro que no lo amo en lo más mínimo?

Me desespera encontrar respuestas para todo esto y es aún peor cuando escucho el teléfono sonando.

Cuando La Luna Sale [Primer Libro de la Trilogía Grandiose]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora