01 | El chico del metro

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Acababa de revisar mi teléfono cuando el vagón del metro inició el trayecto. Como todos los miércoles por la tarde, regresaba del colegio donde trabajaba, y mi madre acababa de llamarme. Pero prefería fingir que no tenía señal en el tren, o que no había puesto sonido al teléfono, que descolgar. Ya sabía lo que quería.

Quería asegurarse de que llegaba a casa sana y salva, y recordarme que era muy joven para vivir sola. Acababa de graduarme al iniciar el verano, cuando ya tenía una plaza de trabajo asegurada, y el curso había comenzado hacía un mes. Para mis padres, en especial mi madre, había sido más difícil que para mí que ya no viviera con ellos.

Que abandonase el pequeño pueblo de Burford ya había sido un cambio difícil para mi madre, pero mudarme a Londres se convirtió en la única opción para alejarme de ellos. Estudié Magisterio porque esa carrera agradaba a mi padre, y la consideraba menos riesgosa que las que yo quería estudiar. Iba a la iglesia porque ellos eran religiosos. Colaboraba con albergues para tranquilizarlos. Rentaba una casa de dos plantas con mi mejor amiga con tal de calmar sus miedos de vivir sola.

Pero daba igual cuánto les explicara que era lo que había soñado desde niña: tener una casa lo suficientemente grande como para acomodar a tantas personas en situación de calle como pudiera.

Hasta ese momento, nadie lo entendía. Mi madre pensaba que era una locura. Mi padre me aconsejaba dedicar mi vida a la iglesia para ayudar a todo el mundo, pero no se trataba de eso.

Todo lo que hacía era por ellos, y aún así no era suficiente.

Como ya sabía que mi madre soltaría alguno de sus comentarios ("menos mal que todavía no has metido a ningún hombre en tu casa") cuando me preguntara por la gente sin hogar, y sabía que me sentiría peor, me limitaba a hablarles del colegio.

Mi madre me preguntaba si había conocido a alguien en la escuela, y yo respondía que solo tenía muy buenos amigos, pero que si no conseguía casarme antes de los treinta, adoptaría un niño.

Y quizás era la presión por casarme lo que me hacía sentir que mi vida no era suficiente. Tenía sueños sin cumplir y metas sin lograr, pero tampoco creía en mí misma lo suficiente. Podía colaborar con iglesias, organizar campañas, repartir comida en albergues y enseñar a deletrear y a contar a niños en los parques, pero llegaba a casa y, cuando me acurrucaba en el sofá a ver una película con Felicity, me preguntaba por qué nadie se había enamorado de mí.

Felicity, mi compañera de casa, sí tenía novio. Se veían varias veces al año, cuando alguno de los dos iniciaba sus vacaciones. Estaba segura de que pronto se comprometerían, y se casarían, y Felicity se mudaría. Entonces mi madre volvería a preocuparse.

—Si estuvieras casada, no tendría que angustiarme —solía decir.

Eran las ocho y treinta y seis de la tarde.

Me acomodé un mechón de cabello castaño tras la oreja cuando el tren se detuvo en la estación, pero se escapó de su sitio cuando salí y el frío viento de noviembre me atizó la cara.

Hundí las manos en los bolsillos del cálido abrigo; sin notarlo, había acelerado mis pasos para refugiarme cuanto antes en la estación del metro. Bajé la escalerilla, confiando en que dentro no haría tanto frío, pero me equivoqué.

Los pasillos, como las vías, estaban helados. Tomé las escaleras mecánicas hasta mi andén y pagué el pasaje con la tarjeta. Pensé que, como cualquier noche normal, llegaría a Saint Paul's en treinta minutos y sin contratiempos, a excepción de los cientos de pensamientos que rondaban por mi cabeza.

Estaba cansada, para ser honesta; presentía que estaba decayendo el interés humanitario en el prójimo. A veces, dentro de ti existe un llamado que te empuja a actuar, pero te sientes tan solo en tu iniciativa que dudas sobre si dar el primer paso o esperar a que alguien te respalde: a veces por seguridad; otras, por hipocresía. Y yo sola, sin los suficientes ingresos para mantener mi casa comunitaria ni fundar una organización, empezaba a perder el norte de mi vida.

No había ahorrado el suficiente dinero como para comprarme un coche, así que me trasladaba en metro todavía. No me suponía ninguna molestia, en realidad; siempre prestaba atención a los menores sin compañía que me encontrase en los andenes, por si necesitaban asilo en el albergue juvenil.

Por fin me bajé en mi parada, una de las más concurridas, pero no había demasiada gente. Anochecía y ya debía de estar todo el mundo en su casa.

Pero cuando me dirigía hacia la escalerilla de salida, casi encogida dentro de mi abrigo porque estábamos a menos de cuatro grados y se me habían entumecido los dedos, percibí por la esquina del ojo una enorme mochila deportiva pegada contra la esquina.

Mucha gente pide dinero en el metro de Londres: eso no me sorprendía. Lo que sí me preocupó fue que no vi a nadie, o al menos no en primera instancia. Casi por impulso me desvié del camino para acercarme a la bolsa a toda velocidad, temiendo que alguien la hubiese dejado allí olvidada, debajo del banco de espera, pero al agacharme, me di cuenta que era un chico.

Había un niño de unos quince años congelado en el suelo, tan blanco que creí que estaría muerto, hecho un armadillo de cara a la húmeda pared de ladrillo. Y lo sacudí con todas mis fuerzas.

—¿Estás bien?

Lo moví como pude, pero todos sus músculos se habían agarrotado, y por más que le gritara, él no respondía ni sus párpados tiritaban. Y el pánico se hizo bola en mi estómago.

No entendía a quién se le habría ocurrido acostarse en el metro en pleno noviembre, ni por qué estaba solo. Al sujetarle una de sus manos congeladas, me di cuenta de que tenía un árbol tatuado.

Un árbol cuyas ramas y raíces eran nombres masculinos, pero no ingleses. Tal vez serbios.

No supe si se trataba del mismo nombre, ya que no conseguía leerlo bien. Así que le tomé la otra mano, la derecha, y no me sorprendió ver el mismo árbol, aunque sin palabras.

Se me aceleró el corazón.

Era una víctima de tráfico.

Su mochila estaba prácticamente vacía: cargaba consigo un cuaderno, una botella de metal y un jersey, si mal no veía. Por suerte, encontré su pasaporte rumano, ya expirado, en el bolsillo lateral, y otro inglés expedido recientemente. Tragué con fuerza. Sus deportivas estaban desgastadas, tenía cortes en las manos y quemaduras en las muñecas, y si le revisara el resto del cuerpo, encontraría mil y un pruebas de que había sido abusado.

Por lo que tiré de su brazo y, de rodillas frente a él, conseguí sentarlo y, de alguna manera, echármelo sobre el hombro. Estaba tan flaco que no pesaría más de treinta y dos kilos. Me sorprendería si llegara a ese peso, en realidad.

Pesaba. Era como un saco de huesos congelado que me apretaba el hombro y empujaba, pero no podía dejarlo ahí tirado. No me importaba si al salir me preguntaban qué hacía o qué pasaba: sacaría mi tarjeta de voluntaria en el refugio juvenil y alegaría que lo llevaría allí por su seguridad.

Ese era el plan: conciso y firme.

Pero cuando me puse en pie, con su mochila colgaba del hombro, me quedé en blanco.

¿Debería regresar y llevarlo al albergue? ¿Y si no entendía el idioma? Sopesé las posibilidades. ¿Llamar a la policía? ¿A la protectora de niños? Parpadeé. Contaba con suficientes pruebas como para alegar que el chico que ahora cargaba en mis brazos, presionadas sus rodillas contra mi cintura, era una víctima de tráfico infantil.

¿Pero qué era lo correcto de hacer con él?

Quizá despertar solo, en un lugar tan frío como una comisaría, con documentos probablemente falsificados no era buena idea. A lo mejor debería hablar primero con él. A lo mejor esta era mi primera oportunidad de usar aquella casa para el propósito por el cual la alquilé.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora