02 | Los pasaportes

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Al final me lo llevé a mi casa.

Recapacité mientras subía la escalerilla del metro, pasé por delante del grupo de guardias de seguridad sin ser interrogada y emergí a las heladas calles de Londres. El cielo ya estaba negro. Pero mi casa quedaba a dos manzanas, más o menos, por lo que solo tuve que soportar su peso un rato más antes de llegar.

Felicity, en cambio, me miró con horror cuando abrió la puerta, después de un minuto de timbrazos insistentes.

—¿Estás loca? —espetó, y yo suspiré.

—Estaba en la calle. Es un niño, no puede quedarse ahí.

—¿Y dónde se va a quedar?

En el único cuarto vacío, uno de dos camas, que usábamos de trastero de ropa y donaciones para el albergue.

Felicity sabía que quería con dedicarme a esto, pero no se imaginaba que un día fuese a hacerlo de verdad.

—¿Pero cómo vas a traerlo? —masculló, ayudándome a cargar al chico hasta la cama—. No es un gatito abandonado. No puedes vacunarlo y bañarlo, y quedártelo. ¿Por qué no lo llevas al albergue?

—Lo haré, pero voy a hablar con él primero. A lo mejor solo necesita un poco de ayuda para salir adelante.

—Esto es porque en el albergue no te dejan hacer más que llevar cosas, ¿no?

La miré, pero no dije nada, sino que me limité a tapar al muchacho.

Por desgracia, tenía razón. Mis únicas tareas consistían en llevar donativos, repartir comida y no intervenir ni hablar con las personas del albergue. Los monitores siempre hacían de intermediarios. Y me molestaba no ser yo la que pudiera ayudar a alguien, la que rescatara a un alma del infierno de la calle.

El niño no despertó hasta el día siguiente. Pasó la noche abrigado y coloqué bajo su cobija una bolsa de agua caliente, y cuando entré por la mañana, seguía durmiendo.

Conseguí una casa de dos plantas en Saint Paul Street, de modo que contaba con dos habitaciones para invitados en el piso inferior y una más arriba, además de mi dormitorio; aparte, tenía dos baños, un sótano, una cocina bastante grande y un comedor: mi misión era albergar a inmigrantes de paso en mi casa, porque a eso me dedicaba, pero todo el mundo me había dicho siempre que era peligroso y arriesgado.

Ayer, no obstante, me dije a mí misma que no tenía nada que perder. Albergaría por primera vez a una persona en mi casa y, ya fuera que me robara o se escapara, soportaría las consecuencias con dignidad.

Revisé su pasaporte después de hacer el desayuno y, cuando entré por segunda vez a ver cómo seguía, él ya estaba sentado sobre la cama.

Y casi se me salió el corazón del pecho por el susto.

—Hola —lo saludé, sonriendo para disimular el ataque cardiaco que amenazaba mi salud—. ¿Te llamas Eskander?

El chico me analizó de arriba abajo con sus profundos ojos negros. Su cabello oscuro, demasiado alborotado, caía sucio sobre su frente; la clavícula sobresalía a través del fino jersey negro que usaba. A mí se me había anudado el estómago, porque no tenía ni idea de si me estaba metiendo en problemas por rescatarle o él se metería en problemas por mi culpa.

Felicity había entrado a la escuela a las ocho de la mañana y yo estaba sola en la casa, así que no podría ayudarme si intentaba atacarme.

Ya que el chico no dijo nada en un buen rato, me rendí.

Me acerqué a la cama, aunque guardando la distancia por si sacaba una navaja y me la hundía en la yugular, y le mostré su pasaporte. No me importaba si entendía el inglés o no: le hablaría hasta que se diera cuenta que yo era un ser de luz dispuesto a ayudarlo.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora