09 | La chica buena

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El primer lugar donde más segura me sentía era mi cocina. Siempre olía a romero o a café recién hecho; el agua hirviendo aplacaba mis nervios. Encendía los fogones, removía el estofado de tomate y albóndigas, el aroma invadía cada esquina de la casa y yo me perdía en mis pensamientos. Hornear, cocinar y hacer té se habían convertido en mi paz mental.

El segundo lugar era el aula de quinto de primaria. Había un pizarrón enorme que ocupaba la pared; encima, colgaba un abecedario de colores. Tenía tableros de fieltro con sumas y restas, otros con los signos de puntuación, un mapa con piezas de goma que encajaban... Era un salón de colores vivos y niños que se alegraban de verme cada mañana. Cuando estaba con ellos, se me olvidaba cualquier cosa que hubiese ocurrido el día anterior. A veces el plan de lección pasaba a un segundo plano porque era más divertido hacer carreras de deletreo o juegos de matemáticas.

Pero a las tres menos diez, el aula se vaciaba. Recogía mi cárdigan y mi enorme bolso, me rehacía el moño y me dirigía a la sala de profesores. Y sentía la capa de pesar volverse a derramar sobre mí, lentamente, como un velo invisible.

El doctor Bucy me había pedido ayuda para organizar el campamento de verano ese año, igual que el anterior, y aunque dije que sí inmediatamente, cuanto más se acercaba el mes, más abrumada me sentía.

¿Qué haría con los chicos? Dejarlos solos en casa no sonaba como una buena idea. No había tenido tiempo para planear las actividades porque a finales de ese mes iría al albergue. Tampoco había comprado los ingredientes para hacer las pizzas que llevaría.

Era domingo por la noche, once días después de que Gabriel se hubiese instalado en casa. Había sacado las patatas del horno cuando escuché la puerta de uno de los dormitorios crujir. Giré la cabeza a tiempo de ver a Eskander aparecer, doblándose las mangas de su camisa plateada conforme se dirigía a la entrada, y carraspeé para llamar su atención.

—¿Tendrías tiempo de ayudarme a recoger las cajas de donaciones? —le pregunté.

Él, no obstante, frunció el ceño.

—Voy tarde. Que lo haga Damon.

Me limpié la nariz con el dorso de la mano antes de enjuagármelas.

—¿Tampoco vas a cenar?

—No.

Todavía estaba ahí parado, observando las habichuelas rojas, el queso y la crema de guarnición con una expresión de disgusto, como si fuese una aberración, cuando Damon asomó la cabeza por la cocina. El cabello se le columpió a los lados del rostro y, con el mismo interés que Eskander, analizó la cena. La luz naranja sobre los fogones le bañaba la cara.

—¿Me ayudas a recoger las cajas de donativos? —inquirí antes de que abriera la boca, y Eskander se dio la vuelta para salir.

No se quedaría a escuchar la respuesta.

A decir verdad, no tenía tiempo de hacerlo yo misma. Debía preparar mis lecciones de aquella semana y entregar un reporte sobre los niños y su avance a mi supervisora, como cada final de mes. Además, desde hacía días sentía un nudo en el estómago por la presión del campamento. Yo sola no podría con todas las actividades. Amaba ser monitora pero esta vez debía asegurarme de que los chicos sobrevivirían sin mí, aunque si regresaba a casa del campamento y no estaban, no me sorprendería.

—Ya sé lo que quiero estudiar.

Me había ignorado por completo para fijar su vista sobre mí. En sus profundos ojos negros, no quedaba ni un frágil rayito de vida.

—¿Y qué será?

—Pediatría.

Antes de soltar lo que de verdad pensaba (que tendría que esforzarse mucho en terapia para atender tanto a niños como a padres primerizos, y estudiar bastante), le sonreí.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora