08 | Donde no se oye ruido

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—¿Irás al campamento? —me preguntó Felicity al otro lado de la llamada telefónica.

—Ya le dije al doctor Bucy que sí. ¿Y tú?

—También. ¿Nos iremos dos días antes?

Estuve a punto de toser por los nervios. Era el segundo año que Felicity me acompañaba al campamento de verano para los niños de la escuela primaria en la que trabajábamos, cuando pasaban de sexto grado a la secundaria. Como se trataba de niños con necesidades especiales, acomodábamos el alojamiento y las actividades para ellos, y hasta entonces los padres habían estado contentos con el resultado.

Pero este año yo tenía a tres hombres en mi casa que nadie podía ver.

—Todavía no lo sé —admití mientras desmenuzaba el pollo con mis manos debidamente lavadas—. Si alguien más... un amigo... quisiera ir, ¿podría acompañarnos?

—¿Quién? ¿Un chico?

Otra vez sentí ganas de toser.

—Puede ser —conseguí decir, forzando una sonrisa, y la escuché lanzar un chillido ahogado.

—¿Tienes novio?

Eso quisieran mis padres.

—No, es un amigo. Tengo que preguntarle.

—Siempre hay sitio en mi coche.

Le di las gracias, pero antes de añadir algo más, vi de reojo la cabeza rubia de Gabriel asomarse a la cocina.

—¿Esa es la cena?

Había arqueado las cejas con sospecha, como si fuese su obligación supervisar lo que cocinaría. Recogiendo el teléfono del mostrador, le avisé a Felicity que colgaría y ella se despidió de mí con un sonoro beso a distancia.

—Pollo y arroz —contesté, girándome hacia el chico.

Damon, que estaba estudiando en el comedor, ni siquiera se había sobresaltado, sino que seguía enfrascado en sus ejercicios escritos. Habían pasado tres días desde que Gabriel vivía con nosotros y aún no lo había visto limpiar la cocina, como le pedí. Aunque compartíamos la hora de la cena, él no solía comer con los demás. Eskander tampoco, pero ahora se excusaba con que trabajaba. Gabriel, en cambio, se bañaba justo a esa hora, o solo tomaba el té.

—No tengo hambre.

—Decidimos que todos cenaríamos siempre a la misma hora —le expliqué—. Así es más fácil crear una rutina.

Gabriel se rascó el cuello. Una de las cicatrices se le comenzaba a irritar, tiñéndole de rojo la piel.

—¿Una rutina de qué?

Removí las verduras con la cuchara de madera, despacio.

—Cuando hacemos las mismas cosas, a las mismas horas, todos los días, la vida se vuelve un poco más predecible. Y eso da un poco de seguridad en este mundo, ¿no crees?

Gabriel se encogió de hombros. No le importaba.

Había visto los tarros vacíos de helado en la papelera bajo el fregadero, de modo que deduje que eso era todo lo que comía. Dos tarros solamente porque no guardaba más en el congelador.

Suavicé la sonrisa para que resultara lo más genuina posible.

—¿Puedes intentar seguir el horario, por favor?

Sentir sus ojos fijos sobre mí me recordaba que cualquier palabra o movimiento brusco podría enviarlo directamente a un estado de defensa en el que no deseaba que cayera. No me drenaba cuidar mi forma de expresarme porque toda la vida había caminado sobre cristales.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora