03 | Desaparecido

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No sé por qué le hice caso, pero en ningún momento quise pensar que un niño de quince años como él tendría malas intenciones. Sí, era retraído y algo irritable, o eso vi los primeros días que vivió en mi casa, pero nunca hubo indicios de que quisiera robarme o lastimarme. No tenía ningún síntoma de padecer de sus facultades mentales, solo de haber sufrido.

De modo que el lunes, mi día de descanso, conseguí convencerlo de llevarlo a cortarse el pelo, aunque se mostró tan frío y renuente que pensé que le quitaría las tijeras al peluquero y se las clavaría en el costado. Pero no lo hizo.

Tardaron una hora y media en lavar, secar y recortar su cabello, que estaba tan sucio que, al cabo de tres minutos, el barbero se me acercó y me dijo en voz baja que Eskander tenía la cabeza plagada de piojos.

Le hicieron un tratamiento especial que costó cincuenta libras más y le encargaron peinarse con cierto peine metálico y utilizar un champú especial. Y él ni siquiera se avergonzó.

Se quedó sentado, petrificado como estatua de mármol, fijos los ojos en su reflejo en el espejo. De hecho, empezó a soltar frases en rumano como "duce dracului" y "vă voi omorî pe toți", fingiendo que no entendía el inglés, y con tal de no exponerlo, hablé por él. Se le daba demasiado bien fingir ser ignorante. Tardaron cuarenta y cinco minutos en recortarle el cabello lo suficiente como para que su cuello y sus oídos quedaran a la vista; después, fuimos al banco.

Saqué dinero en efectivo y se lo di. Eskander, bañado y limpio, oliendo bien y con su pasaporte británico, no parecía el mismo. Junto al banco, en la pequeña oficina de viajes en tren, él mismo pagó su billete de ida a Swindon. Me miró y, al sonreír un poco, se le hundieron los hoyuelos junto a las comisuras de los labios.

—Lo conseguí.

Yo no tenía una identificación como tutora, así que puse mi pasaporte y expidieron el billete a mi nombre para dentro de cinco días.

Por lo bajo, de regreso al metro, mascullé que si lo detenían y le pedían su pasaporte, no serviría de nada y parecería haberlo robado. A Eskander no le importaba.

—Nunca me piden el billete.

No sabía cuál era esa ventaja con la que contaba. No era un indigente; de hecho, pese a las señales que lo identificaban como víctima de tráfico infantil, no parecía asustado. Solo desconfiado, resentido.

Los últimos días que pasó conmigo estuvo en su cuarto, escribiendo en ese cuaderno que siempre cargaba; la otra parte del tiempo, se paraba junto al refrigerador a verme cocinar y hablábamos. Me preguntaba en qué trabajaba y con qué tipo de personas me relacionaba.

Yo no me había dado cuenta de que él salía todas las noches hasta el domingo, cuando desperté de madrugada y encontré la puerta de su dormitorio abierta: todas sus pertenencias seguían en su sitio, pero él no estaba.

Definitivamente, Eskander no hacía ruido al moverse por la casa.

—Busca a Damon —me dijo el miércoles por la noche.

Yo resoplé.

—Es muy complicado buscar a alguien sin una forma de localizarle.

—Nos quieren matar.

Eran las seis de la tarde, acabábamos de cenar y puse a hervir agua en la tetera. Cuando le pregunté si quería leche en su té, él negó.

—Necesito saber dónde está Damon —me explicó; tensaba los hombros, como si no estuviese seguro de contármelo—. Tiene seis años más que yo, es de Yorkshire y trabajábamos juntos en Bristol. Íbamos juntos en el metro... pero creo que se confundieron de línea. Íbamos a Swindon.

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𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora