13 | El primer beso

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Nos registramos, recibimos la llave de nuestra cabaña y dejamos las maletas en el piso inferior, donde estaban la cocina y el baño.

Ese primer día, nos presentamos a los niños y nos sentamos en círculo en el campo, a quince minutos a pie de las cabañas. Luego les enseñamos el lugar, repartimos donas glaseadas y les informamos del horario de comidas. Me pusieron a cargo de un grupo de ocho niñas y a lo largo de todo ese proceso, Gabriel estuvo a mi lado.

No soltó en ningún momento su cámara. Era pequeña, digital, con la que inmortalizaba todo lo que llamase su atención. Mientras guiaba a los niños de un lado a otro, siguiendo al equipo frente a nosotros, lo veía alejarse para tomar fotos al suelo, o a las mochilas, o a las bancas del área de juegos.

Me pareció que una de las veces me fotografiaba a mí, aunque no lucía bien. Con la camisa blanca remangada, medio saliéndose de los jeans, y el cabello cayéndose de mi recogido, no creía que la foto resultase bien. Le pedí que me la enseñara y él refugió la cámara contra su pecho.

—Sales bien —soltó—. No necesitas verlo.

Y volvió a pasar por las fotos, inclinando la cabeza como un niño. Estaba feliz.

Antes de la hora de cenar, comenzó a llover.

Al principio, la lluvia era tan frágil y escasa que los monitores no nos movimos, pero en menos de cinco minutos tuvimos que reunir a los niños en el comedor. Les ayudamos a servirse yogur y galletas en sus platos de plástico, y comimos juntos allí.

La lluvia azotaba las paredes del comedor y las ventanas, y con tal de distraer a los niños de la tormenta, coordinamos un juego para que entre ellos se conocieran. Estaba sentada con mi grupo cuando, a la larga mesa de hierro, desde donde vigilaba que los niños cumpliesen la actividad, se acercó Obadja, el monitor del equipo contiguo, a avisarme de que no esperarían a que parase de llover.

—Tenemos siete paraguas —dijo, inclinado sobre mi mesa, y yo alcé los ojos cristalinos para clavarlos en los suyos.

—¿Entonces iremos por turnos?

—Dos niños por monitor. ¿Puedes juntarlos por número de cabaña?

Aún no había terminado la pregunta cuando, por la esquina del ojo, capté la figura de Gabriel entrando al comedor. Su cabello rubio goteaba; le brillaba el rostro por culpa de los hilos de agua que se deslizaban hasta su pecho. Se le había empapado la camiseta gris.

En uno de sus brazos, colgaba mi impermeable rojo; debajo, resguardaba su cámara. No tuve que llamarlo: me encontró entre las mesas, sus ojos chocaron con los míos y emprendió el camino hasta acercarse a Obadja.

—¿Qué necesitas? —me preguntó, aunque primero lo miró a él de reojo, y Obadja se enderezó para explicarle que llevarían a los niños a las cabañas—. Yo lo haré. No quiero que te enfermes.

Dijo lo último hacia mí. Desplegó el impermeable y me lo acomodó sobre los hombros, pegándose a la mesa hasta estampar su cadera contra el borde, y repitió que él organizaría a los niños por equipos.

—He hecho los mejores equipos de niños durante nueve años —dijo cuando Obadja, que dudaba de él, lo examinó de arriba abajo.

Así que Obadja se resignó a indicarle que los juntarían según sus números de cabañas. Y yo no mentiría: Gabriel era bueno con los niños. Sabía cómo hablarles sin sonar como un idiota y guiarlos, sin tocarlos, en fila frente a la puerta. Tal vez no entendía que algunos tenían déficit de atención, que unos eran introvertidos y varios extrovertidos, sino que él se agachaba a su nivel y les miraba a los ojos.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora