15 | La cita

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A diferencia de los otros veranos, ese campamento fue mi favorito. Mientras nadie molestase a Gabriel, él se desenvolvía con facilidad. Iba a su ritmo: se detenía y tomaba fotos, y participaba en los juegos. Después de la cena, encendíamos la fogata (si no llovía) y él se abrazaba una rodilla y observaba a los niños asar salchichas o bombones. Ni cantaba ni tenía historias que contar, pero estaba ahí, inexpresivo, con su cabello desordenado y los ojos atentos.

—Me alegra que quisieras venir —le dije un día, mientras caminábamos detrás del grupo asignado de estudiantes hacia el interior del bosque para la búsqueda del tesoro—. A los niños les caes bien.

Gabriel, que había metido las manos en los bolsillos de su chaqueta azul, se encogió de hombros.

—Son fáciles de tratar —contestó—. No esperan nada.

Que no se diera cuenta de que lo estaba halagando me hizo sonreír.

Para él, no había mucho que alabar: no había hecho nada complejo y peligroso como secuestrar o torturar a otra persona. Solo estaba en el campo, saltando a una cuerda con tres niñas. No significaba nada. Pero yo necesitaba que viera que era útil cuando no era violento.

Regresaríamos a Londres un domingo por la tarde. Esa mañana, mientras llenaba mi plato de yogur y cereal, Obadja me abordó para preguntarme dónde estaba Gabriel.

—Oh, él no desayuna —respondí por acto reflejo—. Debe estar dormido todavía.

Como apenas conciliaba el sueño hasta la madrugada, nunca lo despertaba. No sabía con certeza cuántas horas habría dormido como para robarle las pocas con las que contaba.

—¿Puedes pedirle que nos envíe las fotos que haya tomado? —me pidió—. Para el periódico escolar.

—Claro.

También yo editaba el periódico por falta de personal, así que anoté mentalmente darle mi correo a Gabriel para que me mandara las fotos. Aunque, después de tomarme el café y tirar los platos desechables, me pregunté si sabría hacerlo. Ninguno de los tres contaba con una computadora, y Gabriel aún estaba ahorrando para comprarse su propio teléfono. Su idea era conseguir trabajo en cuanto volviéramos, pero había podido gastar su propio dinero de lo que los vecinos le daban por ayudarlos con la basura.

El campamento se había estado vaciando. Los niños regresaron en autobuses escolares a sus casas alrededor del mediodía. Como siempre, nosotros seríamos los últimos en irnos. Hasta que Felicity no me dijo que se pondría en marcha a las tres de la tarde, no me dirigí a la cabaña.

La tarde estaba callada, aunque los trinos de los pájaros, de un extremo a otro del bosque, hacían eco entre los árboles. Empujé la puerta, esperando que Gabriel estuviese dentro, pero no le encontré. De hecho, sus cosas seguían tiradas por todas partes: calcetines en el suelo, una sudadera sobre la silla, sábanas hechas un ovillo en la esquina, y platos de plástico y servilletas arrugadas debajo de la mesa.

Liberé un suspiro desde lo más hondo de mi alma; acto seguido, comencé a recoger. Doblé las sábanas y apilé las mantas, guardé mi ropa en mi mochila y, mientras limpiaba la basura de platos desechables y servilletas, quité su chaqueta de la mesa. Debajo, escondida, yacía su cámara.

Se me dobló el corazón.

Aunque mi primer impulso fue continuar devolviendo las prendas a sus respectivas bolsas deportivas, mi curiosidad creció. ¿Por qué olvidaría él algo tan importante ahí? Con un titubeo, la tomé.

Nunca me habían interesado las cámaras, de modo que no entendía cómo funcionaba. Tuve que pulsar varios botones hasta encontrar la galería, y entonces comenzar a pasar las fotos.

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⏰ Última actualización: 9 hours ago ⏰

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𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora