10 | Una tácita tregua

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Me recibió el ruido de la televisión cuando entré a casa. Había sido un día agotador de pruebas de deletreo, multiplicaciones y dictados, así que estuve rezando todo el camino para que esa tarde los chicos no se hubiesen peleado. Últimamente Damon había estado tocando las fibras más sensibles de Gabriel, esas que detonarían su agresividad, y el sarcasmo de Eskander los alejaba aún más.

Sin embargo, encontré la televisión encendida en un canal de dibujos animados de los setenta, y nadie la estaba viendo.

—¿Damon?

—Se fue al manicomio.

Rodé los ojos al escuchar el ácido acento de Gabriel desde el baño. Dejé el bolso en la mesa del comedor y me quité el cárdigan rosa antes de acercarme a la puerta.

—¿Estás bien?

Gabriel estaba en el suelo, sin camiseta, con los vendajes inmovilizando sus muñecas, mientras jugaba a pelar un jabón con un cuchillo en hojas tan finas que se deshacían antes de caer al suelo.

—He vomitado.

Se había mojado el pelo, posiblemente buscando sentirse mejor, pero sus mejillas rojas continuaban hundidas. Un oscuro arañazo decoraba su barbilla.

—Eso es porque comes sin importarte tu estómago. Te prepararé un té —solucioné—. Por cierto, ¿podemos ir al dentista mañana?

Alzó sus brillantes ojos azules hacia mi falda elástica, de rayas, ajustada hasta las pantorrillas, y examinó mi camiseta negra. Y cuando alcanzó mi rostro, salió de su trance.

—¿Qué tienen de malo mis dientes?

Cansada, apoyé la frente contra el marco de la puerta.

—A Eskander tuvieron que operarlo —musité— y Damon tenía tanto sarro que necesitó cuatro limpiezas. ¿No has notado dolor en la boca? ¿Sangre en las encías o...?

—Sí.

Lo sabía porque había destrozado el cepillo de dientes. Tenía las encías inflamadas, caries y un leve tinte amarillento, consecuencia de la cerveza o el tabaco, si fumaba. Damon incluso tenía dos dientes astillados; a Eskander se le habían podrido las muelas.

—No tengo dinero —farfulló.

Despacio, me crucé de brazos. Había bajado la voz y la vista, hacia sus vendajes. Sus dedos heridos asomaban entre las vendas.

—Creía que robaste los ahorros.

Él liberó un bufido.

—Sí, pero se acabaron —escupió sin ganas—. Damon y yo vivimos en la calle, y ese idiota se enferma todo el tiempo. Nos gastamos casi todo en unos malditos medicamentos que no sirvieron de nada. Y en agua potable, porque donde nos quedábamos no había corriente. Era una jodida buhardilla.

—Suena terrible.

—Y lo demás me lo quitó mi maldita madre.

Arqueé las cejas. Hasta entonces, creía que sus padres habían muerto, pues siempre se refería a ellos en tiempo pasado, pero, por lo visto, los había visto recientemente.

—¿Visitaste a tu madre?

—Damon me dejó solo —se defendió, y la repulsión regresó a su voz—. ¿Adónde más iría? Pero esa hija del demonio me encerró. Me alimentaba a base de narcóticos.

Sentí un hueco abrirse en mi estómago.

—¿Tu madre te hizo eso?

—Está loca, muñeca.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora