05 | Un lugar donde esconderse

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Llovía casi todos los días. Hojas marrones, secas, decoraban las calles mojadas y crujían cuando las llantas de los coches rodaban sobre ellas. En los charcos, se reflejaba el brillo de los postes de luz, apagando el caramelo y dorado del otoño bajo el cielo gris, tempestuoso.

Desde que Felicity se había mudado con su prometido, la casa se sentía más vacía y más grande. Ahora, con su cuarto vacío, tenía demasiado espacio. Mi sueldo en la escuela había cubierto el alquiler, pero mi madre había tenido que enviarme ciento cincuenta libras desde entonces para ayudarme con la comida y la luz, aunque en la iglesia apoyaban mi trabajo con ofrendas.

No me gustaba depender de ellos, y no porque fuera algo malo en sí, sino porque mi madre enviaba el dinero junto a un mensaje de mi padre que leía "deberías conseguir otro trabajo si no puedes mantener esa vida". Y yo le prometía que encontraría un nuevo compañero de piso.

—Si no encuentras a alguien para Hanukkah, creo que lo correcto sería que dejaras Londres también —fue lo que dijo en la última llamada.

Estaba lavando platos en la cocina con el suéter blanco remangado, pues no había tenido tiempo de cambiarme, mientras la lluvia resonaba de fondo como ruido blanco. Llegué del albergue directamente a cenar la comida a domicilio que había pedido en el metro.

Ya estaba terminando de enjuagar los vasos cuando el timbre resonó dos veces. Cerré el grifo y, secándome las manos en los jeans claros, me acerqué a abrir la puerta, creyendo que sería el repartidor. Pero se me ocurrió revisar primero la mirrilla.

La luz de la entrada estaba encendida, por lo que la figura ante la puerta se recortó contra la oscuridad de la noche. Era un hombre y medía poco menos que la puerta. No tenía ni una bolsa en las manos ni una moto aparcada en la entrada.

—¿Quién es?

—Me llamo Damon. ¿Está Anne?

Despacio, retiré los cerrojos y abrí la puerta, aunque no del todo. Dejé una estrecha rendija por la que asomarme y por fin pude verle.

—¿Eres el hermano de Eskander?

—Sí.

Era un chico de veintidós años, que medía uno noventa y cinco, por lo menos, y tenía el cabello oscuro hasta los hombros, limpio. Entonces me di cuenta de que estaba empapado desde la raíz del cabello hasta las deportivas.

Y tiré de su brazo hacia el interior de la casa.

—Por Dios, pasa.

No pensé mucho. El muchacho pillaría una pulmonía si se quedaba parado bajo la helada lluvia.

Y aunque no tenía ni idea de qué tipo de persona era, lo arrastré hasta la sala de estar de mi casa. Agarré una toalla suave que tenía colgada en el baño y se la di para que se envolviera; también le pregunté si quería té. No sé cómo, pero acabamos frente a la isla con nuestras tazas calientes. Sus mechones goteaban empapados; su frente todavía relucía por el agua.

—Oí que Eskander se suicidó.

—No, está conmigo.

Sorbió un poco de su té, que estaba hirviendo, y no se inmutó ante el escozor. Yo, en cambio, apenas pude cerrar la boca. ¿Entonces la información que emitieron por televisión era falsa? ¿Por qué mentirían descaradamente?

—¿Qué?

—Necesitamos ayuda. Un lugar donde escondernos.

Lo miré a los ojos. Mis manos ardían por el calor de la taza.

Su voz monótona me confundía, pues parecía haberse aprendido de memoria lo que diría, pero por lo menos usaba más palabras que Eskander.

—¿Aquí?

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora