12 | Menos hombre

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Antes de dormir, hablé con Gabriel.

Toqué dos veces y empujé la puerta con suavidad. Lo vi sentado en el suelo, con la espalda pegada a la cama y las rodillas plegadas contra el pecho desnudo.

—¿Qué quieres?

Despacio, paseé la vista por el dormitorio. No soportaba el desorden. La cama no estaba hecha, y debajo del escritorio, había apilado bolsas de cartón de comida basura, servilletas y botellines de cerveza, algunos que rodaban por el suelo. Me pregunté cómo podía vivir entre tanta suciedad sin alarmarse por los gusanos que asomaban de la boca de las botellas. Así que, en silencio, entré y me agaché a agarrar una de las bolsas, donde tiré las servilletas manchadas y arrugadas y las botellas, y en una caja de plástico junté los cubiertos.

Supe que Gabriel, de reojo, me miró, pero, avergonzado, chistó y bajó la cabeza.

—Lo voy a volver a ensuciar —protestó.

Hice una mueca.

—No importa —repliqué a media voz—. Quiero que vivamos en un lugar ordenado, aunque tome tiempo.

Gabriel no respondió, pero le oí exhalar lentamente por la nariz. Me observó salir, pues tiré la bolsa en la cocina y puse los cubiertos en el fregadero, y regresé con un paquete de toallas húmedas para limpiar el escritorio vacío. Él, pegado aún a la cama, me observó en silencio mientras doblaba la ropa repartida por el suelo y la colocaba sobre la mesa, en orden.

Seguía jugando con la esquina de una foto impresa, una Polaroid, cuando terminé de hacer la cama y me acerqué a él.

—¿Estás bien? —pregunté.

Gabriel se restregó las manos por la cara y se encogió de hombros.

—Soy un idiota —susurró, y me dio la impresión de que su voz se doblegaría, pero no; contuvo el llanto, apretó los dientes y luego carraspeó—. Soy un animal, un maldito cerdo. Por eso me odia.

Sus dientes castañeteaban.

—No eres nada de eso, Gabe. Y Damon no te odia. Ni siquiera está enojado contigo.

En ese momento oí la puerta deslizarse. Volteé justo a tiempo de ver la altísima figura de Damon bajo el marco. Y toqué con mis nudillos el hombro de Gabriel para que alzase la cabeza.

Aunque el cabello dorado le rozaba las pestañas, Gabriel no se lo apartó, sino que trató de disimular que sus ojos azules relucían por culpa de las lágrimas reprimidas. Se contemplaron, a la espera de que el otro hablase primero, pero Damon se rindió primero.

—Ven a ver la tele.

Gabriel se limpió la nariz otra vez mientras se levantaba. No lo hablarían nunca ni se dirían lo heridos que estaban, pero ellos eran así. Aun con el corazón hecho trizas, los dos vieron juntos la televisión hasta que Gabriel se quedó dormido sobre el brazo del sofá.

Faltaba menos de un mes para el campamento de verano y nada estaba cambiando. No sabían ordenar sus dormitorios, no se mantenían limpios, explotaban en cuanto algo no salía como ellos querían y, si no averiguaba cómo ayudarles, mis padres no se creerían que fuesen los mejores hombres del país.

Podría no haber exagerado al decir eso.

Un caluroso sábado de junio, mientras doblaba la ropa de la secadora sobre mi cama, le dije a Gabriel que tenía derecho a retractarse de asistir al campamento si no se sentía listo para enfrentarlo.

—Pero quiero.

De pie, recargado contra el marco de la puerta, Gabriel me observaba.

—Son dos semanas —le recordé antes de tomar la siguiente prenda, y él encogió un hombro.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora