07 | Un plan para Hanukkah

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Amaneció nublado. Probablemente llovería ese día, y el siguiente, hasta finales de abril, cuando el calor de la primavera inundase la ciudad.

Apenas dormí esa noche. La lluvia, los portazos de los chicos entrando y saliendo de sus cuartos, el agua de la ducha y la incertidumbre de qué haría con ellos en casa me robaron el sueño.

Desperté a las seis de la mañana; mientras se hacía el café, me bañé con el agua más caliente que pude soportar y bajé a la cocina, ya enfundada en jeans ajustados y una blusa floreada. Me serví café con leche y azúcar en mi taza favorita; del refrigerador, saqué un croissant que partí por la mitad y metí en la tostadora. 

Mi madre me había llamado, pero la estaba ignorando a conciencia porque sabía qué quería: preguntarme qué haría por Pesaj. No me arriesgaría a descolgar la llamada y que uno de los chicos apareciese, y mi madre oyese su voz, y yo tuviera que darle explicaciones.

Mis padres sabían perfectamente que no tenía novio, y estaba muy lejos de conseguir uno.

Eran las ocho menos diez cuando, mientras terminaba de beberme el café a toda velocidad, la puerta principal se abrió y Eskander entró. Entre sus dedos, relucía una copia de las llaves que había hecho sin mi permiso.

Cerró tras de sí y yo apoyé la taza en el mostrador.

—¿Estuviste fuera toda la noche?

Eskander, que normalmente no intercambiaba muchas palabras conmigo, respiró hondo.

—Tuve una entrevista de trabajo.

Alcé las cejas por la sorpresa.

—¿En serio? ¿Dónde?

—En un club privado.

—¿Entonces trabajarás de noche?

Eskander asintió, sin contraer ni un músculo facial.

—Pagaré las facturas que me pidas —aclaró, y yo le di las gracias, aunque sabía que Damon lo había obligado.

Una vez terminé mi croissant, agarré mi bolso de la isla de la cocina y le recordé a Eskander que había zumo de naranja en el frigorífico, tostadas y mermelada, y que volvería a la hora de la comida.

Pero en cuanto él se hubo metido en su cuarto, miré mi reloj de muñeca. No me retrasaría si me acercaba un momento al cuarto del nuevo chico.

Me sentía culpable por haber tenido pesadillas con los tres cuando vivían conmigo por decisión propia. Tampoco sabía si había sido correcto descargar mi estrés con Damon la noche anterior. Por eso, me dije que debía primero conocer al tercero en lugar de culparlo por mi propia situación. Él también debía de estar asustado.

Pero frené en seco cuando llegué ante la puerta, porque estaba abierta.

Gabriel estaba sentado a la orilla de su cama, de cara a la puerta; tenía un año menos que Damon, pero las ojeras moradas y las mejillas hundidas, porque la carne se le adhería a los huesos hasta trasparentarlos, lo hacían ver mayor que él. Mechones rubios, desordenados, le caían sobre la frente, casi cubriendo el azul de sus ojos. Noté entonces los cortes en la mandíbula, como si se hubiese afeitado sin espuma, pero no tuve tiempo de analizarlo porque se me volcó el corazón en el pecho.

—Dios mío, estás sangrando.

Hilos de sangre se enfriaban en sus antebrazos; tenía las uñas manchadas y la piel de las muñecas se le había levantado.

Tan rápido como pude, subí de regreso a mi dormitorio, para meterme en el baño y rebuscar en la alacena hasta encontrar aquel pequeño bolso de tela en el que guardaba las gasas, el desinfectante y el antiséptico.

𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora