1. Lo que fue de los dos

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—Mami.

Frunzo el ceño. Y no me muevo, con la ligera esperanza de que ella me dejará dormir otro rato si no recibe respuesta de mi parte.

Aunque, sé que no esperará.

Y no me equivoco, porque escucho sus pies descalzos en el suelo y el esfuerzo que hace al intentar subir a la cama.

No sé exactamente cómo es que lo consigue. Pero, tras un par de intentos fallidos, siento su pequeño cuerpo junto a mí, y cómo me sacude el brazo con desesperación.

—Mami —insiste, sin ninguna pizca de remordimiento por despertarme tan temprano, a pesar de que sabe lo mucho que quiero y necesito dormir.

Sigo sin responder, pero ella se sienta sobre mi abdomen.

—Mami —salta un poco.

Abro los ojos a regañadientes, volteo hacia la mesita de noche para echarle un vistazo a los números rojos del reloj digital.

—Willow —me quejo—. Son las ocho de la mañana. Y es sábado.

Mi hija, de casi cuatro años, me mira con esos grandes ojos azules que tanto me fascinan.

—Tengo hambre —argumenta, y se pone las manos en la barriga—. Mi pancita hace ruiditos de hambre.

Le quito el despeinado cabello oscuro de la cara.

—¿Tu pancita hace ruidos?

Asiente con la cabeza.

Cierro los ojos, y suelto un largo suspiro. La he escuchado, tiene hambre, pero cada parte de mi cuerpo exige que me quede otro rato en la cama.

—Es sábado —insisto, quejándome. La atraigo hacia mí, y la abrazo. Ella se deja—. Sabes lo cansada que estoy, y que hoy sólo quiero descansar.

—Lo siento, mami.

Le beso la cabeza. Y me quedo mirándola, sin poder creer que pronto va a cumplir cuatro años.

Está creciendo demasiado rápido.

Recuerdo cuando me enteré de que estaba embarazada, en verdad que me sentía aterrada.

No sabía qué hacer. Estaba sola, y sin el apoyo de nadie. Pero, desde el primer momento en que sentí a mi hija entre mis brazos, supe que jamás había amado tanto a alguien como a ella.

Ella, es la única familia que tengo.

Al menos, la única familia que tengo aquí en la ciudad.

También está mi madre, quien vive en un pueblo pequeño en Virginia. No le gusta vivir en la ciudad, es más de lugares tranquilos y con pocas personas.

No tuve hermanos, porque, al igual que yo, ella fue madre soltera. Su familia la echó de la casa después de haberles dicho que había decidido tenerme; por lo que nunca los conocí. Tampoco conocí a mi padre. No quiso saber nada de mí. Y desde pequeña me juré que, cuando fuera mayor, y si decidía tener hijos, no permitiría que ellos crecieran sin uno, porque sé el vacío que eso deja.

Pero, a veces, las cosas no suceden como uno las planea.

Mi madre no supo de mi embarazo, no encontré el valor para decírselo. Temí que eso significara una gran decepción para ella, por lo que lidié con todo sola. Me busqué un trabajo de camarera, y con eso sobreviví hasta el séptimo mes. Pasado ese tiempo, me echaron, y fue cuando finalmente decidí contárselo. Ella viajó para verme. No lucía enojada, como había creído, tampoco me sermoneó. Sólo me abrazó y me consoló. Inclusive se mudó a Santa Mónica por un tiempo para cuidarme y hacerme compañía.

Nosotros noDonde viven las historias. Descúbrelo ahora