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Heitor Wayne

Explicaciones había muchas, pero no era el momento indicado para hablar de ello. Tengo un doctorado en arrastrar a la mierda a todas las personas importantes.

No es que me importen muchas. 

Joder.

Pasé las manos por mi cabello.

Yo no quería seguir mintiendo, pero si abría mi boca lo siguiente que saldría sería otra mentira cada una más venenosa que la otra. Nadie se merecía cargar con eso.

—Delilah, lo de mi madre es un tema delicado y lo siento muchísimo, pero no te lo puedo contar ahora mismo.

Verla así, dolida, rota, buscando una explicación para entender todo, me afectaba. Más de lo que llegué a pensar.

¿En qué momento llegué a enamorarme?

Ella era una simple mujer que metí en este mundo por un capricho y ahora me partía el corazón... Duele como nada en esta vida.

¿De esto se trataba toda la mierda de involucrar sentimientos?

—Vete a la mierda —soltó con rabia, ni siquiera me estaba mirando a la cara.

—Yo no me quiero ir a ningún lado que no sea contigo. Joder lo único que quiero es estar bien.

—Me estás haciendo mucho daño, Heitor —rompió a llorar y fui en busca de su cuerpo.

La abracé con fuerzas mientras sollozaba en mis brazos. Acaricié su cabello en lo que su respiración se acoplaba. La llevé a la cama y me quedé sentado en silencio como un imbécil mirando su rostro y las lágrimas secas.

—No mereces derramar una sola lágrima por ningún hombre. Mucho menos por mí que no valgo la pena.

Me incliné y besé su frente.

—Lo siento mucho, preciosa.

La dejé sola en la habitación, para estar bien con ella antes necesitaba estar bien conmigo mismo.

Algo que llevo intentando toda una vida. En vano.

Sin rumbo salí por las calles conduciendo como si buscase a la muerte de compañero en el asiento de copiloto. Eso resolvería muchísimos problemas.

Entré en unos de los clubs más cercanos. La luz tenue y la música de los sesenta me recibió mientras me sentaba en la barra.

—¿Deseas algo? —la chica se inclinó moviendo sus pechos frente mis ojos.

Con unos cuantos de azotes dejaría de morder su labio y sonreír con coquetería. Pero no me apetecía someter a nadie que no fuera a mi rubia.

—No, nada más he venido a verte las tetas —que se note la ironía— Lo más fuerte que tengas. Eso necesito.

—Capullo —siseó entre dientes y me ofreció una botella con un pequeño vaso de cristal. Con mala cara la dejó y se fue a atender otros clientes.

Me daba igual la chica, me daba igual ser el capullo más grande la historia. En estos momentos me daba igual absolutamente todo, menos ella. Delilah.

Las horas pasaban junto al líquido de la botella que bajaba de manera considerada. El alcohol ya estaba haciendo estragos en mi organismo.

¿Era el club o yo quien daba vueltas?

Dejé el dinero junto al vaso y con un poco de esfuerzo, aguantando la pared e ignorando los mareos que amenazaban con tirarme al suelo, logré llegar al auto.

Ahora sí quería que la muerte me visitara.

Mi mente me traicionó con un recuerdo de la infancia, apreté las manos en el volante y pisé el acelerador.

Cuando era un niño veía cómo mamá se sentaba en el viejo sofá y se empinaba directamente al pico de la botella tomándose hasta la última gota de alcohol, siempre estaba borracha. Papá nunca la quiso, para él fue en error cometido dónde encontró lo más valioso que tiene: yo. Eso dice siempre y no se cansa de repetirlo. Con mucho orgullo.

Su matrimonio fue obligado y he aquí las consecuencias.

A pesar de que Raúl nunca abandonó a mi madre esta murió, por más que se lo pedía no dejó de beber y estuvo bebiendo hasta su último aliento.

Con quince años, papá dejó que su amiga de la infancia viviera con nosotros. Según el yo estaba en una etapa rebelde y necesitaba de ayuda.

Lo que papá nunca supo es que su amiga me enseñaba a tapar el dolor emocional con el físico. No fue nada bonito.

Me encerraba, me torturaba y luego las cosas se salieron de control. Un día solté una sonrisa malévola en medio de su tortura y eso fue el inicio de mi entrada al BDSM.

Ella que fingía quererme como una madre me obligó a convertirme en esto. Usando técnicas sucias que me llevaron a odiarla.

Y aun así soy tan ingenuo que le llevo una rosa cada vez que visito la tumba de mi verdadera madre.

—¡Mira por dónde vas! —me gritan y me traen a la realidad—¡Vas a provocar un accidente!

Mierda.

De un giro brusco salgo de la carretera y me detengo en seco haciendo que las gomas chillen. Suelto el aire retenido en los pulmones.

Pasan unos minutos en lo que me recupero y vuelvo al camino.

Entró en la casa de mi padre sin ser anunciando, este me mira sorprendido y se queda en sin moverse al verme.

—¿Pasó algo? —arrugó la frente.

—Por muy inteligente que seas, a veces pienso que eres ciego.

—¿De qué hablas? No puedo creer que vengas borracho a casa cuando sabes muy bien lo que opino sobre...

—Te recuerdo a mi madre la alcohólica —bramo— Porque si es así tengo que decirte que ella fue mejor madre que esa cualquiera que metiste a la casa que lo único que hizo fue acabar con la inocencia de un niño.

Me callo.

Estoy borracho y molesto, pero en el fondo esto no es culpa de Raúl. Él no tenía como saber todo lo que ella me hacía cuando no estaba. Después de todo lo único que quería mi padre era protegerme.

—Si quieres contarme algo soy todo oídos, solo necesito que te calmes y me digas que estás bien.

—¿Me puedes dar la foto que tienes de mamá?

—¿Cuál de las dos?

—No tienes la culpa y no te mereces que la agarre contigo, así que te aseguro yo que tu amiga no estuvo ni de cerca en ser una buena madre.

Una hija de puta. Eso fue.

—Estás seguro que no quieres hablarlo.

—No quiero nada, papá.

Raúl se fue y al rato volvió con la foto en su mano.

—¿Delilah y tú?

—Ahora estaremos bien —digo convenciéndome.

Doy un paso y se interpone en mi camino. Me toma por sorpresa al abrazarme. Dudo unos segundos antes de responder.

—Siento si te fallé como padre, eso nunca fue mi intención. Yo siempre quise lo mejor para ti. Eres lo más valioso que tengo, Heitor.

—No pasa nada, papá —pongo mi boca en línea fina— A veces tocar fondo está bien. Tú no eres el verdugo de esta historia.

Yo me condené al no abrir la boca de pequeño, aprendí a vivir con ello y recibir el dolor junto al placer de la persona. Eso era lo único que me reconfortaba hasta que llegó ella.

Sumisa ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora