El rey de Jerusalén mando a un mensajero antes de su arribó ante las tropas enemigas, alguien que proclamara su llegada y anunciara sus intenciones, sabía de ante mano que Salahadin era un hombre que actuaba con precaución, desde Montgisard hasta la fecha conocía claramente el respeto que le tenía, que ambos se profesaban más bien, pero el respeto no contenía el peso suficientemente para que ninguno diera su brazo a torcer, en una época donde la guerra era cruelmente inminente, nada de esos valores de antaño valían de algo.
Baldwin lo entendía y de una u otra forma el desenlace tan incierto le quemaba por dentro, el escozor que ardía en sus entrañas no era en absoluto agradable.
Era un Rey, uno en su mayoría joven y carente de la experiencia de la vida como lo fue su padre y sus ancestros antes de él, aun así no necesito demasiada vida para conocer la crueldad del mundo, a los trece apenas saboreo el poder de un gobernante y a los dieciséis debió defender un tronó al que apenas le habían permitido acceder en total libertad, conoció la muerte y la vida en períodos demasiado cortos de tiempo, disfruto cada momento como mejor pudo, guardo en su corazón a cada persona que le concedió su gracias y se aseguro de olvidar a quienes lo lastimaron. Era el Rey, el gobernante de la sagrada tierra de Jerusalén, en sus manos estaban la vida y paz de muchos hombres, mujeres y niños, su vida no valía nada si no podía asegurar aquellas más desprotegidas, su vida sería corta, lo entendía y aceptaba.
Por eso debía lograr lo que estaba maquinando en su cabeza, por la razón o la fuerza, debía hacer entender al Sultán.
Nadie quiere guerra, nadie que este en su sano juicio al menos.
A medio camino, en plena línea de fuego, donde aún se podían ver cuerpos sin vida y un par de moribundos, el Rey quien se había sumido en una total introspección, levantó la cabeza, descubriendo a lo lejos la figura de un aliado saliendo del campamento enemigo, siendo perseguido por un reducido grupo de hombres.
El Sultán sospechó.
— Mi Rey — Exclamó Elijah — ¿que debemos hacer?
— Que los demás se queden aquí, tu me acompañaras.
— Como ordené.
Un par de órdenes fueron Gritadas, para segundos después ser aceptadas y realizadas. Helena se aferro a las riendas de su caballo, rogaba al cielo que todo terminará pacíficamente y que ella, justo al monarca volvieran sin novedad a la tierra de Jerusalén.
Rogaba que así fuera.
La guardia personal del Sultán era intimidante, hombres fornidos, de apariencia tosca, las ropas negras que portaban junto a las sobras del mismo tono que adornaban el contorno de sus ojos solo fomentaban aquella apariencia imponente, temeraria y aun así, era extremadamente sencillo distinguir al líder de todos ellos.
El Sultán Salahadin.
Su porte era ligeramente diferente, un hombre de guerra como todos los presentes, más en su postura y forma de montar se distinguía con claridad su diferencia, el campeón del islam, el hombre que había logrado victoria tras victoria al ya antes derrotado y humillado mundo árabe, su presencia era alarmante aun cuando la distancia que los separaba era en metros, ese hombre tenía el control absoluto y su presencia lo gritaba.
— Salam aleikum — saludo en su lengua natal, su voz proyectaba tranquilidad y poder, retiro la tela que cubría la parte baja de su rostro, dándole un porte mucho más confiado, más directo.
— Va-alaikum As-salaam — Respondió el rey, mostrando la misma confianza, mostrándose como su igual, Baldwin conocía el juego de poder y no se quedaba atrás. — A pasado un tiempo.
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San Lázaro
Historische RomaneLuego de sentir en carne propia la muerte, Helena despierta completamente desorientada en lo que ella deduce es un hospital, asustada y aun con secuelas de su reciente ataque, decide quedarse para ayudar y pagar la deuda que tiene con los caballeros...