Capítulo 1

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La finura de sus dígitos no hacían más que ensuciarse por la húmeda tierra tras una insufrible lluvia. Muchos se podían quejar por el clima gélido que abatía su día a día pero pocos sabían lo mucho que debían agradecerlo por el fructífero crecimiento de sus pobres cosechas. Shirin sostuvo una hierba verdosa, arrancándola de su raíz; se trataba de una ortiga. Normalmente quien la tocara padecería de hinchazón y escozor, sin embargo, las blanquecinas manos de la mujer no parecían sufrir bajo los segundos efectos.

Se mantuvo apacible, hundiendo sus dedos en la tierra para llevarse consigo lo último que había crecido, tras aquello se levantó, había pasado mucho tiempo agachada recolectando todo lo necesario.

En el pequeño pueblo níveo siempre corrió un rumor sobre la solitaria mujer que regalaba su tiempo a la larga hierba sin cortar. ¿Cómo podía una mujer tan hermosa pasársela entre la suciedad y el barro? ¡Era inaudito! Su rostro encantaba a todo aquél que la mirara, era tanto así que creían firmemente que su belleza curaría toda enfermedad.

Y lo cierto es que, no estaba tan lejos de la realidad.

Shirin se dedicó a la medicina rural, aprendió las características y orígenes de las plantas para crear remedios en tiempos de apuro. ¿Era su perfección una bendición? ¿O todo lo contrario?

—¡Shirin! Hace mucho frío, vuelve a la cabaña. —Una voz llamó a la mujer—. He hecho algo de caldo, te vendrá bien, debes estar helada.

Con cuidado se levantó, otorgándole una rápida mirada.

—Te preocupas mucho, de verdad, permíteme quedarme un poco más. —Su voz era melodiosa, única, como un silbido al cerrar una ventana por una suave ventisca.

—Imposible, comenzará a llover de nuevo, mañana puedes seguir con tu búsqueda. —Insistió la mujer de cabellos canosos malamente peinados—. He escuchado que te han propuesto matrimonio de nuevo.

Aquella conocida revelación sonó como una burla.

Shirin observó a la mujer con una sonrisa cómplice, resguardando las hierbas que había logrado recolectar, mostrándoselas con cierto orgullo. Era imposible rodear el tema cuando Leila insistía, y mucho más difícil era distraerla a sabiendas de a dónde dirigía la conversación.

—Sigues rechazando a esos jóvenes. Te hacen regalos, te escriben letras y aún así aquí estás, haciéndote amiga de las hortalizas. —Leila en ciertos aspectos se asemejaba a su madre; la cuidaba, le daba cobijo en su casa, la quería como también la reñía.

—No creo que tener distracciones sea lo más acorde a estas fechas, muchos enferman, dicen que una posible hambruna se aproxima, ¿esos temas no te resultan más importantes? —cuestionó mientras que tomaba un pliegue de su básico y ahora sucio vestido color opaco para dar un paso en frente.

—Muy bien, es tu decisión y yo te la respeto, simplemente me causa curiosidad, ya sabes. —Se encogió de hombros como si le estuviese restando importancia—. Date prisa, comienza a oscurecer, ¿no tienes hambre?

Las manos de Leila buscaron refugio en las de Shirin, queriendo sostenerla, sin embargo, al hacerlo, la mujer mayor dio un respingo.

—¡Estás helada! —exclamó—, estoy segura de que esta vez has enfermado. —Afirmó mirándose la mano. Aquello se había sentido inusual, demasiado frío, como si hubiese presionado su piel contra un mismísimo témpano de hielo.

Shirin sonrió sin responder a su preocupación, encaminándose hacia la cabaña, que a pesar de ser pequeña, era lo suficientemente espaciosa para las dos. El cálido fuego les esperaba dentro en forma de fogata, brillando e irradiando como era propio de sí.

Los secretos de la herederaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora