Capítulo 25

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El palacio había quedado reducido a escombros por la mano del emperador. El vaho se escapaba de sus labios mientras las personas que habitaban allí, principalmente las sirvientas, huían despavoridas. El reino de Ioannis, una vez majestuoso y lleno de vida, yacía en ruinas debido a la furia destructiva de Kaveh.

El fuego obedecía sus oscuros deseos, consumiendo todo a su paso, rodeándolo de escombros y cenizas. El alarido de un hombre atrajo la frívola mirada del emperador, observando la manera en la que sus desesperadas manos intentaban cubrir su herida con aparente insistencia. La sangre se desbordaba a borbotones de su pecho, escurriéndose bajo los pies del único soldado que había permanecido leal como ninguno.

Enfrentándose a la muerte cara a cara.

—Mi señor, por favor, le ruego que me crea... no lo sé... —dijo en un tono agonizante, retorciéndose en su lugar.

—¿No lo sabes? Es tu rey el que se la ha llevado. ¿Dónde están?

—Mi señor... —sonó suplicante, al borde de las lágrimas.

—No necesito que lo repitas, no gastes tu aliento si no es para decirme algo nuevo. —El emperador observó a sus al rededores, esperando hallar lo que buscaba.

El soldado tosió sangre, pronto acabaría por ahogarse. En un intento por recobrar el aliento, alzó su adolorida mirada.

—Le ruego... acabe con mi vida... —suplicó.

Kaveh no se dignó a mirarlo, en su lugar se volteó hacia su caballo, impávido.

—Si lo hago, no sufrirás. —finalizó, dando a entender que planeaba dejarlo desangrarse allí mismo.

—¡Espere! —emitió un grito ensordecedor—. Ellos... el rey pidió que no lo siguiéramos... creemos que se dirigen a algún lugar alejado...

El soldado volvió a toser y Kaveh subió al caballo ágilmente, sujetando las riendas con una de sus manos. "Un lugar alejado", dadas las circunstancias, sólo habría un lugar al cual Shirin acudiría en apuros.

Si se equivocaba estaría dando demasiados pasos hacia atrás, y eso ya lo había hecho en exceso.

Entre los grandes árboles escarchados por la nieve y el frío gélido que traspasaba sus ropajes, el ulular del viento les susurraba la bienvenida al pequeño pueblo, recóndito y encantador. El aroma a leña quemándose impregnó el aire tan pronto como el carruaje de Ioannis se detuvo.

Shirin sonreía con tanta alegría que, por unos instantes, el rey se vio completamente cautivado al observarla. Detalló la manera en la que su mirada se iluminaba, o como salía apresurada para encontrarse con su hogar. Nadie podría deducir que la joven estuvo derramando lágrimas horas atrás.

Su emoción la llevó a correr, anhelando en llegar a su cabaña. Los pueblerinos que por allí pasaban se quedaron mirándola, presos de la sorpresa. Shirin alzó su mano para saludarlos sin pararse, arrancando risas de todos los que la veían.

—¡Leila! —exclamó al llegar a la entrada, abriendo la puerta sin atisbo de duda—. ¡Estoy aquí!

Ella estaba allí, llevándose una mano a la boca, difícilmente creyendo lo que veía. Leila dejó a un lado la manzana que había estado cortando y sus brazos se abrieron de par en par, ansiosa por envolverla en un abrazo. Los pasos de la joven se aceleraron con impaciencia mientras se acercaba rápidamente hacia la figura que tanto había soñado con ver.

Incapaz de contener la felicidad que la desbordaba, Shirin corrió sus brazos, llena de entusiasmo y ternura. Era evidente que ese encuentro, después de tanto tiempo separadas, había llenado su corazón de una dicha indescriptible. Tanto fue así que, de un momento a otro, un silencioso sollozo se le escapó.

Los secretos de la herederaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora