1. En la avenida de siempre

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Cuando Miyasono Kaori murió, pensé que mi corazón lo había hecho con ella, pero una extraña visión lo volvió completamente loco, imposible de detener.

Y es que en esa avenida, donde ni el gato negro ni ella habían pasado en mucho tiempo, vi a una bella rubia atravesar.

—¡Miyasono san! —grité mientras las fuertes gotas de la lluvia acallaban mis ahogadas palabras por el llanto. Pero ella no me escuchaba, ella seguía huyendo de la fuerte tormenta que nos caía encima—. ¡Miyasono san! —repetí con todas mis fuerzas justo antes de perderla de vista. 

Me encontraba en una encrucijada, con el alma dolida por perder una estúpida esperanza recién recuperada. 

Kaori Miyasono estaba muerta y enterrada, y yo, yo pensaba que lo había aceptado. Pero, al parecer, eso no era cierto, lo aseguraba mi corazón que en cada latido me llamaba mentiroso.

»Soy un estúpido —musité y lloré al dejarme caer en esa cama que, después de un par de años de tenerme lejos, me volvía a envolver entre sus sábanas. 

Esa noche lloré como lo hubiera hecho antes, como lo hice cuando la perdí, cuando la vida injusta me la arrebató a ella también.

Sin saber a qué hora me quedé dormido, desperté a la mañana siguiente al grito de Tsubaki que me llamaba a desayunar. La tarde anterior habíamos regresado a casa, a nuestra ciudad, a un lugar que un par de años atrás ambos dejamos. 

Tras terminar bachillerato, dejamos el pueblo para ir a estudiar en el extranjero. Esa era mi excusa, porque quizá la razón de que yo me fuera era para huir de todos los recuerdos que esta ciudad me traía a cada calle y edificio.

Baje al primer piso luego de cambiarme el pijama, pare encontrar a mi mejor amiga de pie en mi cocina. Ella me miró y sonrió dándome los buenos días.

Tsubaki era mi mejor amiga, nosotros éramos amigos de infancia, eramos y seríamos solo amigos para toda la vida. Pues, aunque ella me amaba, yo me había jurado no volver a entregarle mi corazón a ese estúpido sentimiento que tanto me había hecho sufrir.

—Yo creo que a Kao chan le gustaría que rehicieras tu vida —dijo mi castaña amiga mientras me pasaba mi plato del desayuno—, y yo te entregaría a cualquiera que le devolviera la sonrisa a tu rostro y la felicidad a tu alma —completó agachando la mirada. 

Pero eso no pasaría, ambos lo sabíamos; por eso se rindió cuando le miré de una cansina manera.

»¿Tienes planes para hoy? —cuestionó Tsubaki.

No los tenía. Yo solo había vuelto a este lugar por toda la insistencia que puso ella al respecto, no para hacer nada en específico. De hecho, mi plan era que los días se fueran como agua para así poderme ir de ese sitio que dolía por tanta ausencia.

—Supongo que caminaré de nuevo por allí —dije comenzando a comer lo que ella había servido, algo que posiblemente fue preparado por su madre. 

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó mi amiga sentándose en el sitio frente a mí. 

—Será mejor que no —dije negando con la cabeza, yo no quería compañía. 

Tsubaki dijo un casi inentendible "entiendo" mientras agachaba la cabeza y yo fingí que eso no me molestaba para poder terminar mi desayuno. 

Cuando mi plato estuvo vacío llevé mis trastos al fregadero y los lavé, ambos salimos de mi casa, ella para ir a su hogar y yo para vagar por infinidad de calles. 

Caminé por bastante rato por las calles del centro. Cansado, aburrido y un tanto nostálgico, decidido a volver a mi casa caminé por esa calle que había prometido, por el bien de mi corazón, evitar.

Me detuve sin querer hacerlo, pero necesitándolo, frente a un establecimiento que estaba justo como mi corazón, tenía todo menos a ella. Y mi alma se quedó helada ante el cuerpo de espaldas de una chica.

En esa pastelería que yo conocía bien, limpiando una vitrina que mostraba deliciosos panes, la cabellera lacia y rubia de una chica me hizo los pies de plomo y me dejó amarrado a la confusión.

—Miyasono san, ¿nos vamos? —preguntó un chico rubio que también conocía bien, era Takeshi Aiza, mi rival en tantos concursos de piano como había participado.

Ella se incorporó y lo miró, pero no pude verle el rostro, Takeshi la cubría con su cuerpo.

—Me iré ahora —dijo una voz que no reconocía, quizá porque la había olvidado ya—, volveré más tarde —informó y salió casi colgada del brazo de un amigo que no había visto en mucho tiempo.

Cuando la vi desaparecer al doblar la esquina sentí que perdía de nuevo la vida. Y, deseando cerciorarme que lo que empezaba a creer era verdad, comencé a correr tan fuerte como daban mis piernas.

Cuando al fin los alcancé a ver atravesaban la avenida en que la noche anterior la había perdido. 

La chica rubia caminaba platicando de algunas cosas que al parecer le emocionaban, pues sus manos se movían expresando lo que quizá sus palabras no podían decir. Takeshi la miraba embobado con una estúpida sonrisa.

—¡Miyasono san! —grité su nombre obligándola a detenerse cuando la atrapé de un brazo.

—¿A...Arima Kousei? —preguntó la chica rubia que me miraba sorprendida. 


Continúa...



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