IX

59 7 0
                                    

El lunes por la mañana, el cielo está cubierto por nubes grises, se crea un color crepuscular en las calles de la ciudad. Steve camina sin prisa hacia la librería, con los dedos entumecidos en los bolsillos de su saco remendado. Sus guantes no habían secado, y ahora le duelen el solo sacar la llave para abrir la puerta principal de la tienda. Sin embargo, ese no es el motivo del porque se queda congelado al entrar.

El señor Crisol está ahí, en la caja registradora, concentrado en los papeles y cuentas. Ese hombre siempre aparecía cerca al medio día, incluso antes de reabrir el negocio. Ni cuando sacaba las cuentas a fin de mes, y aún faltaba un par de días para terminar enero.

—Señor, buenos días.

El hombre levanta la mirada y asiente, para luego volver a su tarea.

Caída de las ganancias, pérdidas, algún desajuste en la caja; eso último era imposible, Steve revisaba dos veces la caja antes de cerrar todos los días. Además, ha habido buenas ventas en las últimas semanas.

Está por formular una pregunta cuando el dueño interrumpe con un tono indiferente:

—Vendí la librería, los nuevos dueños llegará mañana.

—¿Dueños?

—Vienen desde Inglaterra, tenemos que dejar todo presentable para ellos.

Steve ahora sabe que debe preguntar: ¿estoy despedido? No obstante, la respuesta no va llegar del anciano frente a él. Por lo tanto, solo asiente y empieza con la limpieza, mientras otra pregunta, una más acusadora, le hace apretar los dientes: ¿Por qué?

Como es evidente, no abren ese día. Por la tarde, cuando el señor Crisol y él están cenando la sopa preparada por la señora de un puesto vecino, el anciano vuelve a romper el silencio.

—Alguna vez pensé en dejar la librería a mis hijos, pero ellos no están interesados. Nunca lo estuvieron. Venderlo era inevitable, aunque me he adelantado un poco, pensaba tenerlo hasta mi jubilación.

Steve desconocía la edad del hombre, pero había calculado unos sesenta años.

—Pero no siempre las cosas resultan como uno quiere —agrega el anciano, dando otra cucharada a su sopa.

Steve mira su plato, las zanahorias flotan en él. Las detesta desde siempre.

—Entonces, ¿por qué, señor?

El anciano vuelve a tomar otra cucharada, resopla y mira alrededor. La habitación en que están se ubica en la parte trasera de la tienda, un poco más de cinco metros cuadrado y la mesa donde comen está en el medio, rodeada de libros y cajas.

—Mi hija menor perdió a su esposo la semana pasada, tiene dos hijos aun pequeños.

Steve dirige su mirada hacia el anciano. Era la primera vez que escuchaba de él hablar sobre su familia, alguna vez había visto a personas y niños visitarlo durante las fiestas, pero eso había sido todo. Ahora, de golpe, se mencionaba de una pérdida.

—Lo lamento —murmura con sinceridad. En parte por la muerte de un desconocido y por como aquella muerte ha movido las piezas en las vidas de quienes se quedaron—. Sus nietos lo apreciarán mucho, señor, si mi madre hubiera tenido ayuda de algún familiar después de la muerte de mi padre, estaría demasiado agradecido con esa persona.

El hombre lo mira y asiente despacio. Vuelve a tomar otra cucharada de la sopa, y después de tragar añade:

—Espero que el nuevo dueño cuide bien este lugar.

—¿Es algún amigo suyo?

El hombre niega.

—Eran uno de mis proveedores de libros en Europa. Un día él menciono que quizá podía venir a América para montar un negocio. No volvimos hablar del tema hasta hace una semana, cuando le ofrecí la librería.

DiecinueveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora