XVII

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Por la mañana, Bucky va a su casa para cambiarse de ropa y decirle a  madre que no llegara a cenar. Como era de esperar, ella protesta, recordándole que es su cumpleaños. “Como si fuera importante ahora”, piensa, y la deja de mal humor. Pasa el día en el taller ordenando los folios por fechas e importancia, al menos de acuerdo a su criterio; también hace un registro y toma apuntes de cuentas pasadas para estudiarlo después. Por lo demás, el día parece un borrón que termina con un fuerte dolor de cabeza. Un par de amigos con quien comparte clases nocturnas lo felicitan por su cumpleaños y le insisten hasta la amenaza para festejarlo en algún bar. Desde luego, desiste e intenta sonreír a pesar de que las luces de los faroles quieren dejarlo ciego.

—¿Tu madre no va enojarse conmigo por estas aquí y no con ellos? —pregunta la señora Rogers cuando lo recibe.

—Creo que estará más tranquila al saber que estoy aquí en lugar de un bar. 

Ella ríe. Aún tiene bolsas en los ojos, pero no deja de verse profesional con su traje de enfermera.  

—De acuerdo, como sabía que vendrías te hice un pastel. 

Bucky gira bruscamente que su cuello hace un chasquido casi quimérico. 

—Señora, no se hubiera molestado. —Bucky. Sus mejillas rojas podrían evaporar el hielo.

—De eso nada —responde ella y lo conduce hacia la mesa de la sala, donde un pastel con betún de chocolate adorna el lugar. 

—Dios, en serio no se hubiera…

—Fue idea de Steve, yo quería hacer de manzana —interrumpe.

Bucky sonríe. Steve lo conoce tan bien. 

—Comió un poco y luego se echó a dormir. 

No pregunta si Steve aun esta ido, quiere quedarse con la idea de que su amigo solo debe descansar. Pero cuando Sarah le canta el “feliz cumpleaños” y observa la llama sobre el pastel, la realidad se cuela sin piedad. Steve no está con ellos, no se escucha su voz como en cumpleaños pasados, no están intercambiando miradas y sonrisas con la luz de la vela como testigo. 

¿Por qué el tiempo solo deja recuerdos y a veces el presente llega a ser tan cruel? 

No lo sabe, solo es así, como la luz de la vela en esos instantes. Una luz que parece flotar. Pronto, lo que dura unos segundos, deja de escuchar la voz de la señora Rogers. ¿Así será el alma? Se pregunta, ¿cómo la llama de una vela? ¿Tan frágil? Tan frágil que se apaga en un soplo. 

—Pide tu deseo, hijo —le avisa la señora Rogers, sacándolo del trance. 

Él asiente. No quiere apagarlo, no quiere que se apague nunca. 

“Que el alma de Steve nunca se apague”, desea, promete, sueña. Sopla la vela y por un instante siente haber sellado un pacto. Uno que lo hace vibrar de esperanza y anhelo.   

—No te duermas en la silla, Bucky —le dice la señora Rogers más tarde, antes de salir del piso.

Bucky solo responde con una sonrisa. Se dirige a la habitación de Steve con un trozo de pastel en una mano y en la otra una taza de café humeante. El lugar es cálido. Se acomoda en la silla al lado de la cama, y se queda ahí, observando el semblante de Steve: labios rotos y ojeras sobre un rostro que parece jamás haber conocido el color. Irónico. Steve suele tener el rostro manchado de colores. Sin embargo, es la respiración de Steve, como si se ahogara de forma lenta, lo que hunde a Bucky en el piso de madera.

—Gracias por el pastel, cariño. —Logra sonreír, pero su estómago se tuerce. Aprieta los dientes antes de continuar—. Me, me hubiera gustado… ¿recuerdas la primera vez que me cantaste en mi cumpleaños? Fué en mi casa, mamá había preparado tarta de manzana, me gusta, pero quería uno de chocolate. De ahí siempre intentas darme algo de chocolate…

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