XIII

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A la mañana siguiente, aún  recostado, Bucky observa la nieve caer a través de la ventana de su habitación. Maldice. Lo siente como una especie de burla incluso cuando conoce la rotación de la tierra. Se presenta al trabajo, y como temía la obra se ha suspendido hasta nuevo aviso. Fantástico. Bucky siente la ironía tocar su piel, por como amaba la nieve de niño y en ese instante la odia a sangre caliente. 
Camina hacia los muelles con la seguridad de un venado en la pradera. Trabajar de estibador no solo le quitaría las horas libres para estudiar, sino también el pago estable. Pero un día sin trabajo es día sin pan o leche. 

“Solo será este mes, al siguiente volveré a clases”, se promete. No obstante, cuando ve el muelle a lo lejos, se detiene como si hubiera oído un cañón.

“Dejar las clases”, piensa, “nadie va estar feliz si dejo las clases”.
Sus padres se enojarán, Steve se enojará e incluso Becca. Y, sobre todo, el mismo no estará feliz. Sí, no es la universidad ni la profesión de sus sueños, pero estudiar para ser mecánico es lo mejor que tiene. Su oportunidad. En definitiva, quiere hacerlo hasta el final.

Se da un segundo más, suspira y se gira sobre sus talones para alejarse de allí.  Solo espera no estar haciendo una estupidez, un torpe impulso emocional. Diablos, a lo mejor así fue. Y como una mala hierba, cada paso se convierte en el chirrido de los clavos en una lata. La demanda de regresar a la realidad amarga. Hasta que las letras negras sobre un fondo blanco atrapan su atención: Se necesita un mecánico.

Debe tener una muy mala y buena suerte a la vez, pero no se da tiempo de analizarlo de todas formas. Camina a largos pasos hasta el local, donde dos hombres parecen discutir junto a un auto verde. El olor a gasolina inunda su nariz cuando se para frente a ellos.

—Buenos días —saluda—. Mi nombre es James Barnes, quisiera solicitar el puesto del cartel.

Ambos adultos lo miran, pero el mayor, un afroamericano de unos cincuenta años es quien lo observa como si fuera un libro de otro idioma.

—¿Sabes reparar autos? —pregunta el hombre sin más.

—Pues —Bucky sonríe para ocultar su nerviosismo—. No tengo practica aún.

El otro tipo suelta una carcajada, y Bucky siente un pinchazo de humillación, pero se planta ahí como un árbol joven resistiendo un tifón.  

—Quiero decir —dice sobre la risa del otro sujeto y la mirada de fastidio del mayor—. Que aún no tengo experiencia práctica, pero puedo aprender. Estoy estudiando mecánica en…

—¿Sabes matemáticas? —interrumpe el viejo— ¿Sacar cuentas?

Bucky no duda cuando responde:

—Soy muy bueno en la materia.

El hombre asiente, aun observándolo con cierta incredulidad añade:

—Soy Alan Jones, dueño de este taller. —dice el hombre alzando la barbilla—. Y si quieres trabajar aquí, debes buscar ser más que bueno.

Bucky sonríe.

***

Una hora después, empuja la puerta de la librería con la mano libre; en la otra lleva una bolsa de papel con pan, leche y conserva de naranja. Una compra con un puñado del dinero de la liquidación de las obras, algo que hubiera guardado si no fuera por haber sido contratado en el taller. Casi se había dado un salto cuando le dijeron que el lunes debía comenzar, un día antes de su cumpleaños, debía ser como un regalo anticipado.

Esta por llamar a Steve cuando cruza el umbral, empero se detiene a media palabra al ver a un hombre de unos cuarenta años leyendo detrás del mostrador.

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