Cuando Mary Bonny y sus acompañantes llegaron a la plaza de Granada, era tan grande la oscuridad, que a veinte pasos de distancia no se podía distinguir una persona.
En la plaza reinaba un silencio profundo, interrumpido únicamente por el desapacible graznido de algún urubú de los que acechaban las horcas de que pendían los quince piratas.
Ni siquiera se oían los pasos del centinela que guardaba la casa del Gobernador.
Marchando siempre a lo largo de las paredes de las casas o por detrás de los troncos de las palmeras, Mary Bonny, Bartolomé y el negro avanzaban lentamente, atentos el oído y la mirada, y con las manos sobre las armas, procurando llegar hasta los ajusticiados sin que nadie pudiese verlos.
De cuando en cuando, y siempre que algún rumor turbaba la quietud de la vasta plaza, deteníanse bajo la sombra de algún árbol o en la oscura arcada de alguna puerta, esperando con cierta ansiedad a que el silencio se restableciera.
Hallábanse ya a muy pocos pasos de la primera horca, en la cual se mecía, movido por la brisa de la noche, un pobre diablo casi desnudo, cuando Mary Bonny indicó con el dedo a sus compañeros una sombra humana que se movía ante el ángulo del palacio del Gobernador.
—¡Por mil tiburones! —barbotó Bartolomé—. ¡Ah! ¡Está el centinela! ¡Ese hombre va a estropearnos la empresa!
—¡Pero Mum es fuerte! —dijo el negro—. ¡Iré y degollaré a ese soldado!
—¡Y te agujerearán el vientre, compadre!
El negro sonrió, mostrando dos filas de dientes blancos como el marfil, y tan agudos, que podían causar envidia a un tiburón, diciendo:
—¡Mum es astuto y sabe deslizarse como las serpientes que domestica!
—¡Anda! —le dijo Mary Bonny—. ¡Antes de llevarte conmigo, quiero tener una prueba de tu audacia!
—¡La tendréis, patrona! ¡Cogeré a ese hombre como en otro tiempo cogía los caimanes en la laguna!
Se desenrolló de la cintura una cuerda muy fina de cuero trenzado, que terminaba en un anillo —un verdadero lazo, semejante al que usan los vaqueros mexicanos para atrapar a los toros—, y se alejó en silencio, sin producir el menor ruido.
Mary Bonny se ocultó detrás del tronco de una palmera; le miraba atentamente, admirando quizá la resolución de aquel negro, que casi inerme iba a hacer frente a un hombre bien armado y seguramente resuelto.
—¡El compadre tiene huevos! —dijo Bartolomé.
Mary Bonny hizo un signo afirmativo con la cabeza, pero sin despegar los labios. Seguía mirando al africano, el cual se deslizaba por el suelo como una serpiente, acercándose con lentitud al palacio del Gobernador.
En aquel momento, el soldado se alejaba del ángulo, dirigiéndose hacia el portalón. Llevaba una alabarda, y del cinto le pendía una espada.
Al ver que le volvía la espalda, Mum se deslizó con mayor rapidez, llevando en la mano el lazo. Así que estuvo a diez o doce pasos, se levantó rápidamente, hizo voltear en el aire la cuerda dos o tres veces, y en seguida la lanzó con mano firme.
Se oyó un ligero silbido, en seguida un grito ahogado, y el soldado rodó por tierra, dejando caer la alabarda y agitando desesperadamente piernas y brazos.
Dando un salto de león, Mum se le echó encima. Amordazarle fuertemente con la faja roja que llevaba a la cintura, atarle bien y llevárselo como si se tratara de un niño, fue obra de pocos instantes.
—¡Aquí está! —dijo, echándole rudamente a los pies de la Capitana.
—¡Eres un valiente! —respondió Mary Bonny—. Átale a ese árbol y sígueme.
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MARY BONNY_ LA ÚLTIMA CORSARIA
Ficción históricaAnne Bonny, también conocida por su diminutivo Boon, fue una pirata irlandesa que operó en el Caribe durante los primeros años del siglo XVIII y una de las mujeres piratas más famosas de todos los tiempos. Anne, nació en Irlanda pero sus padres pr...