CAP 10: EL ENTIERRO DE LA DAMA DE ROJO

1 0 0
                                    

Aquellos hombres, guiados por el africano, que conocía a palmos todos los pasos del bosque, caminaban rápidamente con objeto de llegar lo más pronto posible a la orilla del golfo y tomar el lago antes de que despuntase el día.

Todos iban inquietos por la suerte del barco, que debía de hallarse atracado en la boca del lago; pues, como les dijo el prisionero, el Gobernador de Maracaibo envió varios mensajeros a Gibraltar pidiendo socorro al almirante Toledo.

Temían que los buques de este último, que componían una verdadera escuadra, armada de un modo formidable y tripulada por varios centenares de marineros valientes, vascos en su mayor parte, hubieran atravesado el lago para caer sobre El tinieblas y deshacerlo.

Mary Bonny no hablaba, pero no podía ocultar su inquietud. De cuando en cuando hacía una seña a sus compañeros para que se detuviesen y se ponía a escuchar, temiendo oír de un momento a otro alguna detonación en la lejanía; en seguida apresuraba todavía más el paso, poniéndose casi a la carrera.

Otras veces, en cambio, hacía movimientos de impaciencia, sobre todo cuando se encontraban de improviso ante algún árbol gigantesco, caído por decrepitud o derribado por el rayo, o ante un estanque o charca, obstáculos que los obligaban a dar rodeos más o menos largos, perdiendo un tiempo que era a cada instante más precioso.

Por fortuna, el africano conocía el bosque y los llevaba por sendas que los hacían ganar camino.

A las dos de la mañana Bartolomé, que iba delante del grupo, oyó un rumor lejano que indicaba la cercanía del mar. Su finísimo oído haba distinguido el rumor que producían las olas al chocar contra la costa.

—Si no hay contratiempo alguno, dentro de una hora estaremos a bordo de nuestro barco, señorita —dijo, dirigiéndose a Mary Bonny y que se le había reunido.

Esta hizo una seña afirmativa con la cabeza, pero no contestó.

No se había engañado Bartolomé: el ruido de las olas, al quebrarse, se oía cada vez más distintamente, lo mismo que los gritos de las bernacles, especie de ocas salvajes muy madrugadoras, que tienen la cabeza blanca y el cuerpo listado de negro, y que viven en las orillas del golfo.
Mary Bonny hizo seña para que apresurasen todavía más el paso, y poco después llegaron a una playa baja y llena de plantas, que se prolongaba hasta perderse de vista en dirección de Norte a Sur, describiendo caprichosas curvas.

La oscuridad era muy grande, pues había una niebla densa que se elevaba de las marismas que costeaban el lago; pero veíase el mar surcado aquí y allá como por líneas de fuego que se entrecruzaban en todas direcciones.

Las crestas de las olas parecían despedir chispas, y la espuma que se extendía por la playa formando como una franja, proyectaba magníficas fosforescencias.

En algunos momentos, trozos grandes de mar, poco antes negros, como si fuesen de tinta, se iluminaban instantáneamente como si en su seno se hubiera encendido una poderosísima lámpara eléctrica.

—¡La fosforescencia! —exclamó James Carter.

—¡Que el diablo se la lleve! —dijo Bartolomé—. ¡Cualquiera diría que los peces se han aliado con los españoles para impedirnos tomar el lago!

—¡No —contestó James cárter con tono misterioso, indicando el cadáver que llevaba el negro—; las olas se iluminan para recibir a la dama de Rojo!

—¡Es verdad! —murmuró Bartolomé.

Mary Bonny entre tanto miraba al mar, dirigiendo la vista a la lejanía.

Antes de embarcarse quería estar seguro de si navegaba en aguas del lago la escuadra del almirante Loredo. No distinguiendo nada, miró hacia el Norte y vio sobre el llameante mar una gran mancha negra que se destacaba entre la fosforescencia.

MARY BONNY_ LA ÚLTIMA CORSARIA Donde viven las historias. Descúbrelo ahora