27 de marzo del 2023

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Leo sabe que es una estupidez manejar hasta Brooklyn en el tráfico de la tarde solo para comprar pan, pero no le importa, se acostumbró al sabor de los croissant y los canapés de la panadería St Michel desde su época turbulenta en Williamsburg, y los de cualquier otro sitio le parecen inferiores. No es tanto el sabor lo que codicia de la panadería St Michel, sino los recuerdos que le despierta. Descubrió el local por sí mismo, una tarde que había salido a caminar. Era joven e impresionable, y el olor a pan recién horneado y el slogan grabado en la vitrina, que rezaba en inglés y francés: Auténtica repostería francesa en el corazón de Brooklyn, lo habían motivado a entrar.

En opinión de Miguel Ángel, los croissant y los canapés de St Michael no tienen nada de especial y Leo piensa que tal vez debería creerle, pues Miguel Ángel es el que cocina, no él. Leo a penas y entra a la cocina, y si lo hace rara vez es para cocinar. De ser el caso, como en efecto lo es esa tarde, arma un auténtico alboroto antes y durante el proceso. Primero le pide a Alexa que le busque recetas faciles en YouTube, o si quiere sorprender a Miguel Ángel, recetas para preparar mole poblano, o chiles en nogada o pozole. Al ver lo elaborados que son estos platillos lo único que le queda claro es que no tiene idea de lo que hace. Entonces debe optar por las opciones más sencillas, que no lo harán quedar como un inútil en cuestiones domésticas. Aun así, la cocina termina hecha un desastre, como si un batallón de chefs hubiesen preparado allí el banquete del año.

Tampoco es que tenga especial antojo por las delicias de St Michael, es que no confía en su cena y pretende empalagar a sus comensales con pan antes de servirla. Una ocurrencia propia de alguien cuyos únicos platillos que cocina sin quemar son; el cordon bleu de carne de cerdo, relleno de tocino y queso mozarella (que su madre le enseñó), los huevos escalfados, y el espagueti boloñés que considera su especialidad ( le queda muy dulce, pero como nadie se atreve a decírselo asume que a todo mundo le encanta. Si lo supiera el espagueti boloñés del que tan orgulloso se siente se convertiría en una de las grandes de decepciones de su vida, pues las dos cucharadas de azúcar moreno o jarabe de maíz que agrega a la salsa son su toque particular).

Además es lunes, Luisa siempre cena con ellos los lunes y los miércoles porque son los días que asiste a sus clases de piano y la escuela donde estudia queda cerca de la compañía de ballet, así que es Miguel Ángel el que se encarga de recogerla. Leo le teme a la sinceridad de Luisa, si algo no le parece lo manifiesta sin reparos. La última vez que Leo preparó la cena —un lamentable intento de comida tailandesa —el hermoso rostro de Luisa se contrajo al probarla, volteo a ver a Miguel Ángel y le preguntó:

—¿Por qué sabe raro?

Miguel Ángel le respondió, con voz suave, pero severa:

—No sabe a nada, cómetelo.

Y Leo se sintió al mismo tiempo avergonzado y ofendido, porque “No sabe a nada” era el mejor cumplido que su comida había recibido nunca.

De camino a la panadería, aprovecha el embotellamiento para escribirle a Miguel Ángel. Le envía varios mensajes seguidos.

¿Dónde están?

¿Ya vienen?

No tienes que preocuparte por la cena, ya cociné yo.

¿Puedes llegar a la farmacia y comprar toallitas húmedas? Porfis.

Miguel Ángel no le contesta ninguno, el último mensaje que él le envió es de hace dos horas. Decide no preocuparse y llamarlo después de comprar el pan.

Al llegar a la panadería toma su charola y elige el pan lo más rápido que puede, como tiene prisa no le importa ser grosero y hacer a un lado a los clientes indecisos que miran los estantes por más tiempo del que deberían permitirse. En la caja se encuentra con una nueva dificultad: hay mínimo diez personas haciendo fila. Maldice por lo bajo, eleva la charola repleta de pan por encima de su cabeza, como lo hacen los meseros en los restaurantes, y se forma vuelto hacia la ventana para no perder de vista el coche. El hombre que está detrás lo mira extraño, y él le sonríe avergonzado y hace un comentario del calor que se siente adentro del local, pero este lo ignora. Leo deja de prestarle atención y fija los ojos en la ventana, al fin que no le importan los pensamientos de un completo desconocido. Sin embargo, al hombre si le importa lo que Leo hace, porque además de sentirse incómodo por tener a alguien frente a frente, debe de tomarse la molestia de avisarle cada vez que haya que avanzar en la fila.

La dependienta llena tres bolsas de papel con el pan que Leo acaba de comprar, esta vez se ha excedido, y no tomará conciencia de ello hasta que salga de la panadería con los brazos repletos; llevándose además dos cajas de moofys y una de macarrones que no contempló desde el principio.

De camino al coche se hace un lio para no tirar nada mientras saca las llaves del bolso de su chaqueta. Lo consigue, presiona el botón en el mango de la llave y el coche emite dos pitidos seguidos. Acomoda las bolsas y las cajas de una en una en el asiento del copiloto, cuando va por la última (la caja con los macarrones) ve algo que lo hace soltarla antes de que esté a salvo dentro del coche.

En la calle de enfrente hay una cafetería, la pared de la fachada es de ladrillo rojo; un toldo de líneas verticales, blancas y azul pastel, corona la vitrina. Es pequeña, una pareja joven ocupa la única mesa que cabe en la acera. Leo da un paso al frente, apoya los codos en el techo del coche y observa. La pareja charla y rie animadamente, por un momento el mundo que los rodea desaparece y se miran en silencio.

Leo saca su celular y llama a Miguel Ángel sin dejar de observar, ve que él toma el suyo de la mesa, mira a la pantalla, le pasa un dedo por encima y lo vuelve a dejar en el lugar de antes. Leo escucha a la voz robótica de la contestadora que le dice que la persona a la que acaba de llamar no está disponible.

El cuerpo lee caldea, le hormiguea la espalda y las manos le tiemblan. Siente un dolor espantoso en el pecho, como si le estuvieran arrancando la caja torácica junto con el corazón y los pulmones. Cientos de preguntas le avasallan la cabeza: «¿Por qué está aquí? ¿Quién es ella? ¿Dónde está Luisa..?» Quiere cruzar la calle y armar una escena, pero dirige la mirada a los asientos traseros de su coche y elude el impulso.

Toma una gran bocanada de aire, se dice que todo está bien, que el pecho no le duele, que lo que acaba de ver tiene explicación. Por el momento no quiere averiguar mas, y sube al coche para largarse antes de que algo malo suceda.

Érase una vez el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora