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Mientras contabas el comienzo de tu idilio, no pensaba en las mierdas patriarcales que te inculcaron

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Mientras contabas el comienzo de tu idilio, no pensaba en las mierdas patriarcales que te inculcaron. Pensaba en Diana, en lo afortunada que fue en su momento, en lo que yo hubiera dado a los catorce por estar en su lugar. Por ser tu primer beso, tu primera vez, y que tú hubieras sido el mio. Por ocupar la mayor parte de tus pensamientos, porque me miraras y amaras como a ella. No puedo evitar desgastarme con estas cosas. Quizá sea porque las condiciones en las que crecí me quitaron la posibilidad de amarte sin culpas. Sin importar que el resultado hubiera sido el mismo, al menos me habría gustado no creer que estaba mal. Soy más afortunado que Diana, se supone, porque te tengo ahora, así sea a medias. Pero de todas formas sigo envidiando lo que le diste, lo que te dio, el vínculo que los unirá para siempre y que yo no puedo deshacer.

 Pero de todas formas sigo envidiando lo que le diste, lo que te dio, el vínculo que los unirá para siempre y que yo no puedo deshacer

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A principios del verano de ese año comenzaste a visitar mi casa con mayor frecuencia, dos o tres veces por semana. No siempre ibas a la misma hora, a veces te aparecías antes del ballet. En esas ocasiones, mi mamá nos llevaba a ambos a la academia, que estaba en la zona donde vivíamos, a diez minutos de mi casa.

Mi mamá era preguntona y metiche, ella te sacó unas cuantas verdades. Como lo de la beca del cincuenta por ciento que tenías en el colegio donde estudiaban tú y Joel, que tu mamá era enfermera y trabajaba en el seguro desde que tenías memoria; o que tu papá, que había sido trailero, murió en un accidente de carretera. También te sacó que tenías novia. Fue por la época en que empezaba a chiflarme por ti, no sabía cómo manejarlo, y pasé el resto de ese día con un humor de perros. En la noche mi mamá preparó croquetas de soya para cenar, y luego de pelear con ella porque no quería comer eso, me solté llorando como niño chiquito, corrí a encerrarme en mi habitación y me fui a dormir sin probar bocado. A veces ibas saliendo del balett y te quedabas para la cena, otras llegabas con Joel del colegio y te estabas allí toda la tarde.

Me acostumbré a tu presencia, las voces y risas que llegaban de la habitación de mi hermano se volvieron una constante que echaba de menos cuando no ibas. Desde que te habías tomado la molestia de explicarme mi tarea de matemáticas te guardaba una enorme gratitud, especialmente porque se me había olvidado agradecértelo. Saludaba con un «hola, Mike» acompañado de una sonrisa. Tú me devolvías el saludo y la sonrisa. Al principio se te tensaban los músculos de la cara, como si verme fuera una sorpresa desagradable. Con el tiempo la tensión en tu cara desapareció, y casi parecías feliz de toparte conmigo. Todavía no éramos amigos, pero estábamos cerca.

Érase una vez el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora