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Mis Converse no estaban rotos, amor mío, desgastados, si acaso

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Mis Converse no estaban rotos, amor mío, desgastados, si acaso. Y si a esas vamos yo también recuerdo lo que llevabas puesto ese día: shorts de pana color caqui; bien ceñida al torso y por encima del ombligo, blusa blanca de algodón con la palabra Barbie estampada en letras rosas; y tenis Nike, los de cámara de aire que todos los adolescentes queríamos en esos tiempos.

Nos conocimos a finales de marzo del 2003, el mundo comenzaba a desmoronarse por la guerra de Irak, y aunque no nos enamoramos entonces, sí nos convertimos en una especie de amigos, ¿o no?

Volviendo a tu aspecto. A diferencia de la impresión que te llevaste de mí, yo te encontré bello desde el principio. Eras del tipo angelical, un niño de calendario, con tu piel blanca, tus grandes ojos castaños, enmarcados por pestañas largas y rizadas, tus hermosos rulos del color del jarabe de arce, que ese día estaban húmedos y olían a shampoo de jazmín. No es de extrañar pues, que tus estándares fueran altos, que yo te pareciera un muerto de hambre, y que en consecuencia manifestaras una soberbia que embonaba con tu edad y tu atractivo. Te me figuraste como la rosa del Principito; suave al tacto (siempre que no se toque el tallo), deslumbrante a la vista, única y orgullosa, pero insustancial, sin nada para ofrecer, solo acostumbrada a recibir. Pensé cuando dijiste aquellas palabras hirientes que jamás me caerías bien, y que trataría de pisar tu casa lo menos posible. Después de tantos años y con lo que te he amado, se que no me equivoqué del todo, todavía me caes mal algunas veces. Por ejemplo, cuando en una discusión ya no se te ocurre qué decir y me sueltas sin venir a cuento que Marlon Brando no era buen actor, siendo que tu única referencia es El último tango en París, o que Ulises es un mal libro, aburrido, despelotado, y que sólo un idiota pretencioso pagaría un curso para poder entenderlo. O cuando se te olvida que te acabaste tú sólito la leche de almendras y me acusas de tragón porque me ves tomándome las ultimas gotas rezagadas en el fondo de la caja. Lo peor es cuando se te ocurre pelear por tonterías como esas mientras yo me muero de ganas de hacer el amor. Si es temprano te doy la razón en todo y hasta me disculpo, así a lo mejor todavía hay chance de hacerlo después de pelear, si no es temprano no me contengo y te canto tus verdades.

Esa vez me miraste de arriba abajo, y la diversión dibujó una sonrisa radiante en tu rostro. Supe enseguida que la causa era mi ropa vieja, y agaché la cabeza avergonzado. Sin embargo, recordé el esfuerzo que había hecho para comprarme esos converse y la ira sustituyó a la vergüenza. Adoro tus sonrisas, Leo, tienen el poder de doblegarme, son cálidas y envolventes, como el sol poniente extendiendo sus rayos sobre una pradera pero, la de ese día, quería borrártela de un puñetazo.

Más tarde en la habitación de Joel, él se disculpó en tu nombre y me dijo:

—Con las fachas que anda, y se pone a burlarse de los demás.

Esa noche regresé a mi casa cansado y de mal genio. Mientras tú cenabas pizza del Dómino's, un lujo al que podía acceder solo en mis cumpleaños, yo tenía que preparar la cena para mi madre y para mí. Hice molletes, y los acompañé con la salsa de molcajete que tanto te gusta.

Érase una vez el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora