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No sé cómo le hice para convencerte de que fueras con nosotros a la casa de los abuelos, la idea de invitarte había sido de Joel, que te lo propuso como cosa casual, tú le dijiste que tu madre no te dejaría y el asunto no tuvo trascendencia para ustedes dos. A mí en cambio me obsecionó la idea, ya fuera en persona o por teléfono (Raquel había anotado tu número en la agenda familiar y siempre se lo agradecí en secreto) pasé los siguientes días molestándote sin muchas esperanzas de que atendieras a mis ruegos.

Recuerdo que ese día llegaste a mi casa a las siete de la mañana, bañado, relamido, más pálido que de costumbre y desayunado, según tú. Cuando subimos a la Van de papá Rodrigo le preguntaste a Joel por qué llevábamos cobijas si todavía hacía calor, papá escuchó, miró a Joel y le preguntó en tono de reproche:

—¿No le dijiste a dónde vamos?

—Le dije que iríamos a la casa de campo de los abuelos, pero no le dije en donde estaba

—¿Dónde está? —preguntaste confundido.

—En la sierra —respondió Joel.

—Y supongo que no traes nada abrigador, muchacho —mustió papá.

—Me las puedo arreglar, señor —dijiste.

—La sierra es muy fría en esta época —continuó papá —. Necesitas una chamarra por lo menos.

—Joel puede prestarle algo —sugirió mamá.

—La ropa de Joel no le va a quedar —exclamé y te miré —.Yo te presto, si quieres.

—Y la tuya le va a quedar corta —replicó Joel.

Papá Rodrigo nos hizo bajar a los tres para que fuéramos a buscarte ropa. Joel tenía razón, eras mucho mas alto que yo, y aunque entrabas en mis chaquetas, el largo a penas sobrepasaba tu cintura y las mangas te quedaban a la altura de los codos, por lo que tuviste que conformarte con la ropa y las botas de Joel, que tampoco te ajustaban. La ropa te quedaba un poco menos corta que la mía y demasiado ancha, salvo por una chamarra de gamuza que le había regalado a Joel uno de sus tíos sin saberle la talla y que, por lo mismo, estaba nueva. A ti te entallaba, y combinaba con el tono nacarado de tu piel.

A mitad de viaje, el ánimo de todos decayó, en especial el de Joel, que detestaba los espacios cerrados, y empezó a quejarse de tener que ir otro año con mis abuelos. Dijo que le hormigueaba el culo, y yo, que ya no soportaba su parloteo y el calor abrasador de su cuerpo que debido a la cercanía se transfería al mío, le dije que era porque estaba gordo. Si algo odiaba mi hermano adolescente era que lo llamaran gordo o que lo sugirieran. Me dio un merecido golpe en la mollera con los nudillos, yo se lo regresé, e iniciamos una aguerrida pelea de palmas soltadas sin dirección, una de las mías aterrizó en tu mejilla.

—Perdoname, Mike —exclamé cuando vi mis dedos marcados en tu piel, y me apresuré a acariciar donde antes había golpeado. Disfruté tanto tocarte que me quedé allí mucho más tiempo del prudente.

Papá Rodrigo carraspeó, en ese momento me di cuenta de que teníamos encima siete pares de ojos. Se me borró la sonrisa boba y aparté la mano como si la hubiera metido al fuego. Me sentía tan avergonzado que no podía mirar a nadie, y la cosa empeoró cuando Kristof empezó a canturrear:

—Son novios, se gustan, se besan sus bocas, se tocan sus...

Papá Rodrigo lo paró en seco:

—¡Kistof, no digas esas cosas de tu hermano!

El tono escandalizado de papá Rodrigo fue un golpe bajo para mí, me hizo sentir como si hubiera hecho algo terrible y me odié por eso, siendo que no podía culparseme de nada, era mi corazón el impulsivo y desobediente que latía cada vez que te tenía cerca, mis ojos que solo querían mirarte, mis manos que aguardaban cualquier oportunidad para tocar las tuyas.

Érase una vez el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora