La hermana de Leo pasará tres días en Nueva York y él está felíz como no ha estado en mucho tiempo. Mira el reloj en la pared de la cocina, que marca las nueve y cuarto de la mañana, y se hace dos preguntas. La primera: ¿A qué hora se levantará Fernanda? Y la segunda: ¿Qué estará haciendo Miguel Ángel?
Miguel Ángel le envió un mensaje escueto a las seis de la mañana para avisarle que acababan de salir de Boston, no lo respondió, no pensaba hacerlo, pero ya es tarde y Miguel Ángel ni sus luces. Está a punto de llamarlo cuando escucha detrás de él un par de pies que se arrastran. Se da la vuelta y ve a Fernanda en piyama, tiene la apariencia de haber vivido tiempos mejores. Su cabello teñido de rubio platinado lucha por zafarse de un rodete mal hecho a la altura de la coronilla, sin maquillaje las líneas de expresión que surcan su rostro son sumamente notorias. Tiene treinta y seis años, recién cumplidos el día anterior, y Leo piensa con tristeza que le gustaría tener la certeza de que su hermana es felíz. Recuerda lo mucho que la envidiaba en la adolescencia porque era la más bonita, la más divertida, con la que querían todos los heterosexuales del colegio, y porque tenía cosas que él por haber nacido hombre no podía tener. Recuerda las rabietas que hacía cuando él le robaba su ropa, sus maquillajes o sus plumas de colores.
Fernanda se sienta frente a la encimera en uno de los bancos estrechos de patas zanconas que Leo compró en Ikea y que son sumamente incómodos: «¡Aquí no te cabe el culo!» había dicho Miguel Ángel enojado, él detesta despilfarrar el dinero, Leo se había preparado mentalmente para la pelea que tendrían luego de que regresara de la tienda, pero ver a Miguel Ángel intentando acoplarse al banco, mientras decía la palabra culo con esa cara de niño enfurruñado que pone cada vez que algo lo frustra, lo hizo reír tanto que se olvidó de que lo que tenía que hacer era pelear. Miguel Ángel imitó su risa y también se olvidó de pelear por los míseros doscientos dólares desperdiciados en los bancos.
—Felíz no cumpleaños —le dice Leo a su hermana.
Él sabe que nunca podrá agradecerle lo suficiente, porque a ella debe una de las felicidades más grandes de su vida, también sabe que no tiene con qué retribuirle y eso lo entristece aún más.
Fernanda suelta una risita cansada y dice con la mirada desenfocada:
—En la secundaria una compañera loca me leyó las cartas y predijo que viviría hasta los veintiséis, llevo diez años de ventaja.—Olisquea el aire, imitando el modo en que lo hacen los perros —.Huele a huevitos fritos, ¡sírveme!
—¿Qué no tienes resaca? Anoche no te acordabas de tu nombre.
—No. Tengo hambre.
Leo le sonríe, saca dos platos de la alacena, sirve los huevos con jamón que acaba de preparar y los coloca sobre la encimera. Saca del refrigerador una jarra con jugo de naranja recién hecho y le sirve un vaso a su hermana.
—¿Quieres café?
Fernanda arruga la nariz y responde:
—No, lo detesto, ¿se te olvida?
—Para la cruda sirve.
—No quiero.
Leo vierte una cucharada de café molido dentro de la jarra de la prensa francesa, añade media taza de agua hirviendo y media taza de leche de almendras, y lo mezcla todo.
—¿La leche qué no se pone al último? -le pregunta Fernanda, mirándolo.—Así lo preparo yo. — coloca la prensa sobre la jarra y hace movimientos verticales con la mano para espumar la mezcla —. Miguel Ángel dice que mi café nunca sabe a café.
—¿No? ¿Entonces a qué sabe?
—No se lo he preguntado.
Leo toma de la alacena su taza favorita, que tiene forma de caldero mágico, y sirve el café, la espuma se desborda y le mancha los dedos. Le añade una cucharada de miel, otra de jarabe de maiz, media de extracto de vainilla y una pizca de canela en polvo.
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Érase una vez el amor
Romance«Si pudiera metería nuestros mejores momentos en un videocasete para dártelos, así nuestras risas y abrazos te acompañarían siempre, aunque te fueras al fin del mundo» Leo sabe que no es como los otros chicos, ama bailar ballet, le roba ropa a su he...