CAPÍTULO DOS

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Donde se Muestra que
Hablar las
Lenguas de los Insectos
Resulta Útil

EN EL INTERIOR DE LAS BOSCOSAS tierras de Siberia oriental había un pequeño pueblo llamado Santoff Claussen.  Allí vivía uno de los últimos grandes magos, Ombric Shalazar, que aquella mañana estaba inmerso en una acalorada discusión con un montón de insectos nocturnos, concretamente una mariposa luna, varias luciérnagas y un gusano de luz.

No es que fuera algo inusual. Ombric podía hablar varios miles de lenguas. Hablaba con fluidez los dialectos de todo tipo de insectos, aves y bestias; incluso sabía hablar hipopótamo.

Cuando cambiaba del idioma de la mariposa luna al de las luciérnagas, un grupo de niños del pueblo, que iban temprano a la escuela, se detuvieron cerca. Muchos de ellos acababan de empezar a aprender algunas de las lenguas más sencillas de los insectos (hormiga, gusano, caracol), y aunque las de las mariposas y las luciérnagas eran difíciles (la del gusano de luz todavía más), intuyeron por el tono de la conversación que algo iba realmente mal.

Ombric solía ser un mago extraordinariamente tranquilo. Nada parecía sorprenderle. ¡Era imposible! ¡Era el último superviviente de la ciudad perdida de Atlántida! Era un hombre que había visto y hecho de todo. Podía comunicarse telepáticamente con sus búhos. Podía atravesar paredes. Convertir plomo en oro. ¡Había ayudado a inventar el tiempo, la gravedad e incluso las pelotas que botan! Pero hoy, mientras hablaba con aquel grupo de insectos, los niños vieron por primera vez que parecía perplejo y preocupado. La ceja izquierda se le arrugaba cuando la fruncía. Entonces, de repente, se volvió hacia los niños y dijo algo que nunca antes había dicho:

 Entonces, de repente, se volvió hacia los niños y dijo algo que nunca antes había dicho:

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—Hoy no hay clase. Deberíais volver a casa... cuanto antes.

Los niños estaban asombrados. Casi decepcionados. ¡Nunca antes se habían anulado las clases, y casi nunca acababan pronto! Algunas veces se habían extendido tanto, que Ombric se había visto obligado a detener el tiempo para que pudieran seguir un rato más. Eso siempre provocaba gran revuelo, ya que todo lo que Ombric les enseñaba era, sin excepción, divertido. No solo les enseñaba a hacer que el agua fluyera hacia atrás y a embalsar un riachuelo, también les enseñaba a subirse a casi cualquier cosa, a construir catapultas y,
lo mejor de todo, a entender los secretos de la imaginación.

—Entender con la imaginación — solía decir Ombric— es conquistar los límites del tiempo y del espacio.

De hecho, todo lo que estudiaban estaba centrado en cómo lograr que cualquier pensamiento —sin importar que pareciera imposible o fantasioso— se hiciera realidad. Y así, desalentados y confusos por el cambio en su rutina diaria, los niños regresaron a sus casas. Algunos vivían en árboles, otros bajo tierra, otros a medio camino entre lo uno y lo otro. Porque Santoff Claussen era un pueblo único en el mundo. Cada casa tenía un pasadizo secreto, una trampilla o una habitación mágica. Los telescopios y los techos retráctiles fabricados con brotes perennes eran habituales. Tal y como Ombric había soñado que fuera. Quería que el pueblo pareciera imposible.

Nicolás San Norte y la batalla contra el Rey de las PesadillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora