CAPÍTULO DIECIOCHO

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A Hurtadillas Viaja el Mal
Astuto

HABÍA TRANSCURRIDO UNA HORA desde que Ombric empezó a sospechar que Sombra debía de estar controlando al genio. Un ínfimo detalle había despertado sus sospechas, algo que solo un viejo hechicero habría detectado. Estaba seguro de que Norte no sabía nada; el joven estaba absorto mirando el Himalaya, por lo que había bajado la guardia, pero Ombric se había dado cuenta de que el genio también estaba admirando las montañas, con sutileza, a escondidas, como si no quisiera llamar la atención. Y Ombric sabía que eso era algo que ninguna máquina haría por sí misma.

Una máquina no podía tener curiosidad. Una máquina no podía sentir interés o asombro. Solo podía hacer lo que se le mandaba, y ni Ombric ni Norte le habían ordenado nada al genio aparte de que les llevara volando.

Ombric cerró los ojos y se concentró.

Incluso a muchos kilómetros de distancia, podía comunicarse mentalmente con sus búhos de la Gran Raíz. En pocos segundos, los oyó. Katherine nos da más comida que tú, dijeron. A partir de ahora queremos raciones más grandes. Tuvo que discutir mentalmente un rato, pero al final los perezosos y tragones búhos lograron concentrarse en las preguntas que les hacía el mago.

Uno de ellos recordó haber visto una araña sobre la cabeza del genio la noche anterior. El búho no le había dado ninguna importancia y se había vuelto a dormir. En la Gran Raíz, las arañas no eran en absoluto infrecuentes: contaban chistes estupendos y se les daba muy bien hacer cosquillas.

¿Qué tipo de araña era?, preguntó Ombric en silencio.

Una araña extraña, contestó el búho. Negra por completo. Una araña lobo, creo.

Eso era todo lo que Ombric necesitaba saber. Las arañas lobo de Rusia pasaban el invierno aletargadas. Eso era todo lo que sabía, y la conclusión más plausible era la siguiente: Sombra había superado las defensas de Ombric con lo que a simple vista parece el disfraz más sencillo: el de araña doméstica.

Pero ¿qué hacer? Si Sombra controlaba al genio, Ombric sabía que la mejor opción que tenían era sorprenderle y vencerlo cuando bajara la guardia. Pero ¿podrían ganar a una máquina con tanta fuerza? ¿Una máquina que, según recordó Ombric horrorizado, estaba armada con una de las espadas que Norte había forjado?

Además, no solo estaba en juego su propio bienestar. Estaba claro que ellos dos eran el objetivo de Sombra, pero probablemente el maligno también quisiera recuperar las reliquias del Clíper Luna. El genio no puede acercarse a nuestro verdadero destino, pensó Ombric. ¡A saber lo que podría hacer Sombra si se apoderaba de lo que estaban buscando y con el poder que sin duda poseía! Y estaban a punto de llegar a ese lugar... Ombric tenía que engañar al genio. Tendría que usar encantamientos y magia, y encontrar el momento oportuno sería clave.

—La base de aquel pico... Es allí. ¡Aterriza allí, genio! —gritó Ombric enseguida, señalando a una montaña que se cernía sobre ellos.
—A sus órdenes —dijo el genio, y con un ligero cambio de rumbo, descendió la nave hasta el ventisquero nevado que había abajo.

Ombric intentó llamar la atención de Norte, pero el aprendiz estaba demasiado ocupado disfrutando del paisaje. Tenía las mejillas coloradas; Ombric no sabía si era por el frío o por
la excitación. Norte preguntó:

—¿Es aquí?
—Por supuesto que sí, Nicolás — contestó el mago—. Lo que buscamos se encuentra debajo de toneladas de roca y nieve. Pero, gracias a ti, contamos con el genio para que lo desentierre.

Norte siguió con la mirada perdida.

—Es un lugar perfecto para una emboscada —murmuró—. Somos presa fácil para cualquier fuerza que esté al acecho.

Desenvainó las dos espadas y se bajó del trineo, alerta y preparado.

Ombric sabía que ahora debía tener mucho cuidado. Agarró su bastón con fuerza. Podía detener fácilmente una máquina con un solo conjuro, pero sería mucho más difícil detener a una máquina controlada desde dentro por una fuerza maligna. Ombric sintió que la nieve crujía bajo sus pies al intentar no apresurarse. Recorrió su memoria en busca de los encantamientos más
eficaces.

Ya los tenía. Bastarían dos conjuros pronunciados a la vez sin titubear. Pronunciarlos le llevaría unos cuatro segundos, puede que cinco. Pero cinco segundos eran demasiado tiempo ante una situación tan peligrosa. Ombric tendría que distraer al genio y realizar los hechizos en el momento perfecto.

—Genio —comenzó Ombric—, retrae la nave y prepárate para excavar.

Lo que ocurrió después fue casi imperceptible, pero Ombric lo vio: el genio había dudado. Ombric estaba seguro de ello. El genio estaba poseído. Mientras lo pensaba, el genio empezó a plegar la nave.

Ombric tenía los conjuros preparados.

Estaba a punto de espetarlos cuando, de repente, sin aviso previo, ¡Norte atacó al genio!

Con aún más velocidad, el robot desenvainó su propia espada y rechazó los golpes de Norte.

—¡Lo sabía! ¡Está poseído, Ombric! —gritó Norte—. No le he ordenado que se proteja.

Norte embistió furiosamente al genio, pero el robot paró cada uno de sus golpes.

Por un instante, Ombric sintió orgullo por la buena intuición de Norte, pero no podía entretenerse con eso, no era el momento. Invocar dos conjuros a la vez era algo que solo podían hacer los magos más poderosos, y Ombric lo estaba haciendo perfectamente.

Norte estaba combatiendo al genio con la misma perfección: su precisión, alimentada por la furia, era asombrosa. No recuerdo haber luchado mejor, pensaba mientras Ombric se apresuraba a pronunciar el final de los conjuros.

Justo cuando el mago pensaba que lo conseguiría, se dio cuenta de repente de que había perdido el control sobre su boca. Estaba... congelada. Después la sensación helada se extendió a su cara, siguió por sus hombros hasta que le dejó todo el cuerpo rígido y paralizado. Además, se estaba encogiendo cada vez más. Al caer al suelo emitió un leve sonido. Después lo oyó otra vez. Era Norte. Los dos se encontraron tumbados en el suelo, incapaces de moverse. El genio los miró a los dos. Una risa oscura y terrible resonó en las profundidades de su pecho. Era la risa de Sombra

—¿Puedo ser también tu aprendiz, Maestro Ombric? —gruñó—. ¡He aprendido tus conjuros de esclavitud muy deprisa!

Norte se esforzó por mirar hacia Ombric, pero no podía ni parpadear. Entonces comprendió que no solo estaba paralizado.

—¡Ahora sois mis esclavos! —dijo el genio regodeándose—. Mis marionetas.

Era cierto. Los había convertido en pequeñas versiones de porcelana de sí mismos. Tenían el tamaño de unas muñecas.

El genio se agachó junto a ellos, proyectando una enorme sombra sobre sus pequeños cuerpos.

—Ahora, contádmelo todo sobre el arma que estáis buscando.

Nicolás San Norte y la batalla contra el Rey de las PesadillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora