CAPÍTULO DIEZ

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Donde Ocurren un Montón
de Cosas Rápidamente

SIN NADIE QUE LOS PROTEGIERA, los niños estaban seguros de que estaban perdidos. Sombra se inclinó para acercarse a ellos. Los niños se apartaron. ¡Su rostro! Aquel rostro era una pesadilla en sí mismo: no tanto porque fuera feo, sino por la angustia, la frialdad y la falta de amabilidad que transmitía. Su mirada penetrante reflejaba siglos de crueldad. Sin embargo, tenía algo magnífico, como una tormenta que se avecina. Los niños nunca habían visto un ser de aspecto tan poderoso. Ni siquiera Ombric. Ni siquiera su oso. Un sobrecogimiento terrible e hipnótico los tenía helados.

Sombra se inclinó aún más, pero al hacerlo, los niños se dieron cuenta de algo. Parecía que Sombra se estuviera desvaneciendo: se iba atenuando a medida que el sol matinal alcanzaba los árboles. Estaba cada vez más tenue. Los niños no daban crédito a lo que ocurría, pero no se atrevían a moverse.

—Cuando llegue el momento... — susurró Sombra haciendo una mueca
ante la luz del sol—. Cuando llegue el momento, seréis míos.

Y en un silencio fantasmal, Sombra empezó a filtrarse poco a poco en el suelo. Intentó desesperadamente agarrarse a las dos mitades del bastón de Ombric, pero al hacerse más
translúcido los pedazos se le escaparon de las manos y cayeron en la hierba. Después, convertido en una bruma fría y humeante, se disolvió en la tierra hasta que no quedó ni rastro de él.

Una vez que desapareció su miedo, los niños se precipitaron fuera de los restos de la Gran Raíz. Miraron a su alrededor desazonados, y entonces aparecieron sus padres, corriendo a su encuentro, inundándolos y abrazándolos.

—¡Estás a salvo, estás a salvo! — gritó una madre, derramando lágrimas sobre la cabeza del niño al que se aferraba.
—Lo siento mucho —exclamó un padre—. ¡Nos había atrapado en nuestro propio sueño!
—Podíamos oír vuestros gritos, pero no podíamos movernos —murmuró otra madre mientras abrazaba a su hija con fuerza.
—¡Algo le ha pasado a nuestro oso!
—explicó el niño más alto.

—¡Se ha comido a Ombric! — gimoteó otro niño.
—¡Ese hombre nos salvó! ¡Y lo han matado! —hipó una niña que apretaba su rostro contra el pecho de su padre.
—Ahora estáis a salvo —decían los padres una y otra vez, y la alegría empezó a transformar las lágrimas en sonrisas, y los gemidos en alegría.

La única que se quedó algo sola fue la pequeña Katherine, que apretaba tanto los labios que se le quedaron pálidos. Entonces, ladeando ligeramente la cabeza, abandonó el grupo y se unió a
William el Viejo, el más anciano del pueblo. Estaba en el lugar donde Sombra había desaparecido. Solo quedaba una grieta en el suelo endurecido. Miró al oso y al héroe que había caído por proteger a los niños. El anciano meneó la cabeza. Estaba empezando a asumir su tristeza.

Katherine le tomó de la mano y pronto los vecinos, de uno en uno, se unieron a ellos. Miraron los trozos del bastón de Ombric.

—¿Cómo es posible? —murmuró William el Viejo.

Y el alegre clamor de las familias reunidas dio paso a una pena desgarradora. Algunos niños empezaron a apoyarse en el cuerpo inmóvil del oso, agarrándose a su oscura piel y abrazándolo.

—¡No! ¡No lo toquéis! —gritó el padre de Niebla, apartando a su hijo del animal.

Las lágrimas llenaron los ojos del niño.

—¡Pero es nuestro oso! Otro niño intervino diciendo:
—¡Nunca nos habría hecho daño adrede!
—No ha sido culpa suya. El maligno
lo convirtió —dijo Katherine—.

¡Pensad en lo que ha hecho por nosotros! Todos se detuvieron para recordarlo.

No tanto los últimos y temibles momentos de locura del oso, sino los años de amistad y lealtad, la protección que les había brindado una y otra vez. ¿Y Ombric? ¿Y la Gran Raíz? ¿Los habrían perdido para siempre?

La tristeza empezó a extenderse.Primero, los árboles del círculo exterior del pueblo comenzaron a balancearse, inclinando las ramas hasta el suelo. Después les siguió el resto del bosque: cada habitante, ya fuera una planta, un insecto o un animal, llenó el aire con un sonido plomizo y apesadumbrado, como si el mundo entero estuviese en duelo. El cielo se oscureció. El viento empezó a levantarse. Las hojas cayeron de los árboles, las vides y los arbustos. La Gran Raíz se quedó sin hojas, que revolotearon en círculo alrededor de Santoff Claussen como una tormenta de lágrimas. A través de aquella cortina borrosa, los vecinos distinguieron algo que se movía hacia ellos.

Era el Ánima del Bosque. Se deslizó hasta ellos y planeó sobre el bastón roto de Ombric. También estaba llorando; sus joyas habían perdido el brillo y sus lágrimas se derramaban sobre los bordes rotos del bastón.

El pueblo nunca sería el mismo. De eso estaban seguros. Pero la primera lección que Ombric daba a cualquier habitante de Santoff Claussen era sencilla: todos tenemos algo de hechicero. El verdadero poder de la magia está en tener fe. Todos los conjuros empezaban así: «Tengo fe. Tengo fe. Tengo fe». William el Viejo recogió las dos mitades del bastón de Ombric y las encajó justo donde se había roto. Miró a Katherine con intensidad. Ella le entendió al instante.

—La primera lección de Ombric — susurró. Pasó los dedos por donde se había partido, alisando las astillas hacia dentro y dijo—: Tengo fe. Tengo fe. Tengo fe.

El ensordecedor rumor de tristeza de los vecinos no desapareció, pero en medio del tumulto, todos recordaron la primera lección.

—Tengo fe. Tengo fe. Tengo fe. La gente lo repetía una y otra vez. Y, con la fuerza de la fe, el bastón volvió a unirse.

La atmósfera empezó a aligerarse por oleadas. Poco a poco, el viento fue apaciguándose. El aire se quedó más silencioso que la nieve de medianoche. Hasta el tiempo pareció detenerse. Los
aldeanos sentían la magia a su alrededor. Y cuando abrieron los ojos, vieron a Ombric, con el mismo aspecto de siempre. ¡Como si nada hubiera pasado! ¡Y detrás de él estaba su oso! Sus heridas ya no estaban... ¡Habían desaparecido! Pero su pelaje era blanco como una nube. Y en sus inmensas garras sostenía al hombre, que dormía como un niño.

Ombric cogió el bastón que le ofreció Katherine, que resplandecía más que la luz del sol.

—Gracias por recordar —dijo Ombric. Pensativo, pasó la mano por la desgastada madera y con el pulgar frotó la cicatriz de la rotura. Luego se acercó al hombre que estaba en brazos del oso y añadió—: El extranjero herido nos ha ayudado a salvarnos. Sería de mala educación no devolverle el favor.

Con un gesto de la mano, Ombric se encaminó hacia la Gran Raíz. Ante la vista de todos, el árbol revivió. A cada paso que daba Ombric, brotaban y crecían hojas. A cada paso que daba Ombric, se fortalecían los exhaustos corazones de los vecinos. Sin duda, la magia había vuelto a Santoff Claussen. Y haría falta toda su magia para curar al joven extranjero que les había salvado.

Nicolás San Norte y la batalla contra el Rey de las PesadillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora