CAPÍTULO TRES

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Un Paseo Aterrador por el
Bosque

OMBRIC SIGUIÓ ESTUDIANDO y preocupándose en su laboratorio de la Gran Raíz hasta que las primeras luciérnagas empezaron a brillar. Un mal antiguo se acercaba, estaba seguro, pero aún no había dado con un plan o una poción para combatirlo. Sin embargo, a Ombric le consolaba saber que aún tenía tiempo para pensar, ya que la vida a su alrededor se desenvolvía como de costumbre. Las tardes en Santoff Claussen no eran como las de otros pueblos. En la mayoría de pueblos, el crepúsculo señalaba el final del día, la hora de cerrar las tiendas. Pero aquí se alzaban los telescopios, se llevaban a cabo experimentos y el ajetreo de las mentes activas inundaba el ambiente. Los niños asediaban a sus padres con preguntas: «¿Se puede capturar un sueño? Si soñamos que volamos, ¿volamos de verdad? ¿Los juguetes cobran vida por la noche, cuando nadielos ve?». Se exploraban posibilidades sin límite, o al menos hasta que los niños tenían que volver a casa.

Los pequeños eran astutos, incluso brillantes, a la hora de evitar el momento más temido del día: «la hora de dormir». Era la única tarea casi imposible a la que se enfrentaba el pueblo todas y cada una de las noches. En una ocasión, los niños se disfrazaron de estatuas. Otra noche, se las ingeniaron para esconderse en los cuadros de las paredes. La mayoría de las veces se adentraban en el bosque, donde incluso el oso los ocultaría. Y la manada de grandes renos estaba claramente de su parte, porque fueron muchas las tardes en las que, perseguidos por los padres, aquellos animales galopaban entre los árboles con niños riendo sobre sus lomos.

Al final se inventaron trampas para niños con el fin de acortar el ritual de cada noche. Las trampas, con suavidad y firmeza, atrapaban a los niños, los lavaban, les cepillaban los dientes, les ponían el pijama y los catapultaban a sus dormitorios.

Pero a los niños se les daba cada vez mejor evitar aquellas trampas, por lo que la resistencia nocturna se volvió cada vez más compleja. Era un juego que los padres consentían y que a Ombric siempre le había gustado, pero había momentos en los que llegaban al límite de su paciencia. En una ocasión, los niños llegaron a permanecer a la vista en las cimas de los árboles que rodeaban el pueblo, pero como se habían pintado del color del cielo y de las estrellas —con las pinturas mágicas de Ombric, nada menos—, no fueron descubiertos hasta el amanecer.

No obstante, aquella tarde en concreto, las cosas transcurrieron de forma totalmente distinta. Los niños estaban cansados, dijeron. Listos para acostarse, dijeron. Querían acostarse. Voluntariamente. ¡Y pronto! Los padres no sabían si era un regalo, un engaño o una epidemia. Pero como eran padres — y estaban cansados de la resistencia nocturna—, aceptaron agradecidos. Por una vez disfrutarían de arroparlos temprano.

Pero todos los niños estaban tramando una conspiración que funcionó a la perfección. Cuando sus padres dormían a pierna suelta, los niños se escabulleron de sus casas, fueron hasta la Gran Raíz sin ser vistos y se adentraron corriendo en el bosque encantado. Porque ellos también habían hablado con las hormigas y las babosas (las babosas hablaban una variante del dialecto de los gusanos) después de que Ombric les dijera que no fueran al laboratorio. Lo que las hormigas y las babosas contaron era difícil de entender porque las palabras «infiltrado» y «desconocido» eran difíciles de traducir. Una niña, Katherine, la de los ojos grises, la única niña a la que criaba Ombric y que, de hecho, vivía en la Gran Raíz, comprendió mejor que nadie la conversación.

—Hay algo nuevo y extraño en el bosque —les contó a los demás.

Los insectos no estaban seguros de qué era. A los niños ni siquiera se les pasó por la cabeza la idea de que los invasores pudieran ser buenos o malos. Solo estaban practicando lo que habían aprendido: estaban siendo curiosos. Así que, farolillo en mano, avanzaron impacientes por descubrir a sus nuevos y misteriosos huéspedes.

Los niños se adentraron más y más en el bosque, siguiendo los senderos que les resultaban familiares. No les saludó ni un solo búho ni una ardilla. Ninguna mofeta les dijo hola. Ni siquiera se oían los pasos o los ronquidos del oso, que tanto les tranquilizaban. Todo estaba extrañamente en silencio. La luz de la luna apenas atravesaba el toldo formado por las ramas y las parras.

Los niños se miraron unos a otros con nerviosismo. Ninguno quería ser el primero en proponer que dieran marcha atrás. Ombric los llamaba «intrépidos y temerarios». ¿Cómo iban a dar media vuelta?

Pero en ese momento hasta el aire pareció adquirir una quietud innatural y, por primera vez, los niños sintieron miedo. Se arrimaron unos a otros y vieron que la oscuridad crecía. Entonces también ellos se quedaron callados.

El primer grito se produjo cuando los temores casi les habían alcanzado.

El primer grito se produjo cuando los temores casi les habían alcanzado

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Nicolás San Norte y la batalla contra el Rey de las PesadillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora