MORTALES

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No han pasado ni dos horas y ya se arrepiente de su decisión. A veces se olvida de que no es un Dios aquí. Solo un insignificante humano más, sin ningún tipo de privilegio.

Y que como tal no puede ir vestido, como en el cielo, con túnicas. Ni llevar a la vista la larga espada de hoja oscura sin que huyan de él y su atemorizante gesto. 

Cada Dios tiene un arma propia desde su nacimiento. O más bien, cada arma tiene un Dios. Y este se caracteríza por esa larga espada de mango negro y hoja curva de la que no puede separarse.

Con un rápido gesto, y sin que nadie lo vea, la hace desaparecer ente sus narices. Con esos poderes propios del Dios.

Suspira cansado antes de continuar su paseo. Adentrandose aún más en esa inesperada aventura. 

Ha de admitir que le ha generado curiosidad y entusiasmo lo poco que ha visto del mundo. Los ruidos, los olores, la gente que corren de un lado a otro sin poder perder ni un segundo. ¿Pero quien podría? Tienen menos de cien años para hacer todo lo que quieran en la vida. Y luego morirán.

Triste final.

El Dios no tiene por que preocuparse por eso. Así que camina despacio, sin prisa, por las ajetreada calles de la ciudad de pequeñas casas rústicas y plazas soleadas.

El polvo se levanta cuando pasan los caballos, burros y carretas. Las mujeres venden en los puestos y los hombres cargan cajas de mercancía. Menos un grupo reducido de más dinero, que caminan con la barbilla alta creyendose superiores. 

Aunque él es superior a todos ellos.

Con una sonrisa ladeada, camina por la plaza llamando la atención de muchos.

El sol calienta menos que en el cielo donde vive. Los sonidos son muy diferentes también. No es la tranquilidad de su trono, rodeado de silencio, calma y seres aparentemente perfectos. Es una ajetreada mañana mortal.

Decide hacerse típida de los aldeanos de allí. Por lo que, con interes, observa las prendas colocadas en los muebles de aquella tienda. Es poco variada y ninguna tela se ve de calidad. En seguida descarta lo colorido. En el cielo ya hay demasiado color y luz.

Cuando encuentra lo que busca sonríe complacido y paga lo que debe, haciendo aparecer las monedas en su bolsillo.

Privilegios de ser un Dios.

Sale de la tienda esta vez con la ropa correcta, que le recuerda en cierto modo a las prendas de los que le sirven. Unos pantalones olgados marrones oscuros y una camisa negra algo abierta, con unas botas que ya están llenas de la tierra del camino en los pocos pasos que ha dado.

Es cuando sale de ese puesto de ropa que algo llama su atención. Un nombre que pronuncia una anciana mientras sale de un local con una sonrisa y un ramo en las manos.

- Muchas gracias, joven Zahira. Te quedó hermoso el arreglo para la tumba de mi esposo.- Sin esperar respuesta cierra la puerta y se pierde por las calles a paso lento por su vejez.

Zahira. Como un clic, ese nombre vuelve a su memoria. El mismo del que le advirtió su sirviente tan preocupadamente. 

¿Es un nombre de mujer? ¿Está ahí dentro la Zahira? ¿Será algún tipo de mortal, o de diosa o mística?

Sin detenerse a parar a pensar, a pesar de tener que esquivar el tráfico de la plaza, se encamina hacia el local que lo llama con un enorme letrero de letras cursiva con el nombre "Interflora" tallado en la madera.

Las paredes de cristal le recuerdan al cielo abierto y las miles de plantas que adornan su interior contrastan con el árido exterior de tonos apagados de la ciudad. Como un soplo de aire fresco entre un campo de tierra seca, de desierto.

Sus ojos recorren la floristería nada más entrar. Buscando lo que tanto interés le causa. Eso de lo que no había oído hablar hasta hoy mismo y ahora no para de hacerlo. 

Miles de flores coloridas y grandes platas tropicales hacen del lugar algo mágico. Huele bien. Fresco y natural.

La campanilla suena suave llamando la atención de la joven que, en la trastienda, arregla uno de los ramos ajena al hombre.

- ¡Ahora voy!- Se asegura de decir al recien llegado.

Su voz es dulce y descoloca por un segundo al Dios que no encuentra de donde proviene. Su busqueda es interrumpida por los silenciosos pasos de un gato de ojos verdes, como la vegetación, que camina despacio hasta él y mahulla llamandolo.

El Dios se agacha para acariciarlo cuando el gato se restriega contra sus piernas como contento de verlo. Con cuidado lo acaricia tras las orejas.

Los gatos han sido considerados dioses durante muchos años y, como tal, tienen un vínculo especial con ellos. El castaño sonríe, tan entretenido con el ronroneo del animal, que no recae en los nuevos pasos que se acercan a él.

Zahira avanza sorprendida. Ethos no se deja tocar por cualquiera. A duras penas alguien que no sea ella lo ha conseguido. Pero se ve comodo al lado de ese hombre de complexión grande y ladina sonrisa.

Entrecierra los ojos al notar que no lo reconoce. No es del barrio e incluso duda que sea de la pequeña ciudad puesto que ahí todos se conocen. Su piel es morena y su pelo castaño con brillos aún más oscuros.

- Bienvenido a Interflora. ¿Puedo ayudarle en algo?

Cuando el Dios sube la mirada hacia ella comprende que, entre los mortales, también hay trocitos de cielo.

Su boca se entre abre ante la tierna figura que espera su respuesta. Sus perfectos y largos rizos marrones caen por su rostro desordenados. Sus mejillas se sonrojan ante su penetrante mirada y sus rojos y carnosos labios le invitan a sentenciarse al mismísimo infierno.

Sus ojos grises le examinan de arriba a abajo antes de apartar la mirada, aún más avergonzada. Avatiendo sus largas pestañas.

No. No es una Diosa. Pero sin duda debería ser una.

La Zahira.

La mujer no puede creerse lo que ve. O a quien ve. Y se encuentra en un estado de trance similar al de él. Como si se hubiese formado una burbuja que los aisla y les hace olvidarse de todo lo demás.

Esa conexión extraña que siente con aquel extranjero. Sus ojos oscuros que brillan de esa forma tan extraña. Su gran altura cuando se incorpora dejando de acariciar al animal que vuelve al lado de su dueña.

Su mentón es pronunciado y sus fracciones masculinas y perfectas. Parece... Parece tallado por los mismísimos dioses.

Y se quedan así. El uno frente al otro reconociendose. Hasta que uno de ellos rompre el silencio.

Así duelen las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora