PERDERLA, PERDERSE

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Cuando sus pies tocan el suelo mojado de aquella calle, las casas a su alrededor parecen temblar. Su fuerza, ira, remordimiento y angustia, son tanta que es capaz de iluminar la calle como una estrella. Al igual que la espada que revolotea a su alrededor que, con vida propia, parece tener una irracional sed de sangre.

Bastián corre hasta la calle de Zahira, rogando por no haber llegado demasiado tarde. Con la respiración errática y un dolor en el pecho que promete quedarse hasta saber que ella está bien.

Sin embargo no es a la castaña a la que encuentra en ese desastroso callejón oscuro, si no a su padre.

Lucha sin descanso y torpemente contra, por lo menos, una decena de demonios que parecen divertirse con él, haciendo cortes que no le matarán por su cuerpo sin prisa, alargando su muertr, ajenos a la presencia que con fuerza promete acabar con todos ellos.

Bastián no lo piensa antes de lanzarse contra ellas justo cuando una de ellas pretende hacer un daño certero en el hombre que ha perdido su pequeña navaja unos metros más atrás y que no le queda más que maldecir.

Su espada de filo curvo arranca con certeza la cabeza y extremidades de muchas de esas sombras que aúllan de dolor algunas desapareciendo como si fuesen solo polvo.

Pero a pesar de que los demonios quieren darle batalla a Bastián, no pueden hacer nada cuando la luz propia del Dios los hace desaparecer y retorcerse del dolor. Con la furia típica de un Dios que promete arrasar con todo.

Con los ojos como platos, el padre de su alma gemela, observa como uno a uno van desapareciendo como si nunca hubiesen estado ahí. Esos seres que por poco lo matan y que amenazaban con quitar la vida de su hija, parecen solo hormigas a las que aplastar al lado de aquel hombre cuya magia y luz aún no puede explicar.

Cuando no queda ninguno, Bastián se gira con la respiración entrecortada y el ceño fruncido, queriendo asegurarse de que el hombre esté bien. Y, más allá de encontrarse sin aliento y de algunas heridas que sangran, parece estarlo.

- Extranjero.- Susurra el viejo sin poder creerse todo lo que ha presenciado. Creyendo estar ya muerto ante la visión de un Dios.

El más joven extiende una mano dispuesto a ayudarle a levantarse y este la acepta. Pero una vez que están ambos, el uno frente al otro, un horrible dolor atraviesa su rostro cuando el viejo, más fuerte de lo que parece, le da un puñetazo que casi le desencaja la mandíbula.

- Esto es por dejar a mi hija tirada.- Gruñe el de barba haciendo a Bastián bajar la mirada a la vez que se asegura de que su rostro no esté desfigurado.

Si. Se lo merece, así que no dice nada y evita quejarse por el agudo dolor.

- ¿Cómo es que brillas cual bombilla? ¿Qué es lo que...?¿Como...?- Las preguntas del hombre le atragantan sin saber si quiera por donde empezar.

- No hay tiempo para explicaciones.- Se queja él mirando de nuevo para todos lados angustiado al no ver a su mujer por ningún lado.- ¿Dónde está Zahira?

De nuevo el mayor parece fruncir el ceño y mirar aquella estrecha calle por la que desapareció.

- Corrió para proteger al niño.- Explica.- Creo que hacia allí.

"El niño." La sola mención de este hace que la ira de Bastián vuelva a surgir y algo en su estómago se remueva.

El padre de Zahira está a punto de darle más explicaciones cuando un grito agudo y ensordecedor les hiela la sangre. Su grito. El de su mujer.

Ambos no tardan en correr desesperados guiados por el escalofriante grito al que le sigue un silencio horrible que no predice nada bueno. El silencio de un demonio de las sombras que ha realizado su trabajo. El silencio de la muerte.

Bastián para de golpe ante la escena. Ante la fría garra de aquel demonio, del que caen lágrimas rojas carmín entremezcladas con su veneno oscuro. Ante el cuerpo que reconoce tirado pocos metros más atrás. Con el vestido blanco esparcido por el barro y manchado de su propia sangre.

Ni siquiera se encarga de él. Deja que la espada lo haga mientras corre al encuentro de su Zahira. Con los ojos llenos de lágrimas y el corazón a punto de explotarle. Rezando, incluso a aquellos Dioses traidores, por que ella esté bien. Por que no se la hayan arrebatado.

Ella parece una muñeca. Con la piel aún más blanca, por la perdida de sangre, con el pelo desordenado a su alrededor y las manos sobre su vientre. Como si lo último que hubiese hecho fuese proteger a esa criatura.

Bastián lo ve temeroso, aquel vientre apenas abultado, que tantos remordimientos le genera. Aquellos ojos grises que se cierran y que no sabe si le han visto antes de apagarse.

Se arrodilla desesperado a su lado, sosteniendo su rostro y apretándola contra su pecho. Sin importarle mancharse con su sangre, el barro y la lluvia. Sin importarle nada, en realidad.

Si tan solo hubiese llegado un poco antes. Si tan solo no se hubiese marchado en primera estancia.

- No te vayas, Zahira. No me dejes.- Le ruega con los dientes apretados tratando de retener los sollozos.- He vuelto y no me voy a ir, te lo juro. No te vayas tú... No te vayas.

Pero sus plegarias no parecen ser escuchadas cuando él murmura con la cabeza de aquella mujer en su regazo que se la devuelvan. Se siente perderse en un pozo oscuro cuando ella no reacciona. Siente que se perderá si la pierde a ella.

- Por favor.- Susurra una última vez pasando las manos por el suave rostro de su Zahira y bajando hasta su estómago, rodeando por primera vez a su hijo. Y tal vez, por última vez también...

No muy lejos de allí, el Oráculo ve como las últimas chispas de la vela tratan de luchar contra el inminente apagón. Brillando y chisporroteando durante unos segundos, mientras observa la puerta de su pequeño templo... esperando en silencio.

Entonces... Oscuridad. Y en aquel horrible silencio negro como la peor de las noches se oye un susurro. Un dulce y calmado susurro que parece casi etéreo.

- Se acabó el tiempo.

Así duelen las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora