QUIEN LLEGUE ANTES

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El corazón del que algún Día fue Dios, parece romperse ante las palabras que su siervo consigue decir, aún sin aliento por la carrera hasta su palacio que no detuvo hasta llegar a él.

- ¿Qué?- Gruñe alto con la voz rota, deseando haber escuchado mal la explicación.

- Zahira... Ella está embarazada y los Dioses lo saben. Ya han mandado en camino a los demonios de las sombras para matarla. El bebé... No quieren que el fruto de su aventura nazca. Un semidios.

Pero Bastián vuelve a no escuchar nada. Cegado por el dolor de la realidad. Embarazada. A estas alturas calcula que de dos meses, por lo menos. 

Aquella mujer a quien le juró mantenerse siempre a su lado, a la que ha fallado estrepitosamente como un cobarde y abandonó sin una explicación, lleva en su vientre a su hijo.

Dos meses. Casi dos meses han transcurrido en los que está seguro de que ella debió maldecirlo todas las noches. Sus ojos grises vuelven a la mente del Dios como un tormento, como todos estos eternos días y noches en los que no ha podido dejar de pensarla. Le ha fallado, y ahora morirá por su culpa.

El cielo, tras las pesadas cortinas del palacio, parece nublarse por segundos, avecinándose una terrible tormenta que refleja los sentimientos del Dios. Caos. Caos y dolor por partes iguales.

Ismael baja la mirada apenado y, cuando quiere dirigirla a su amo de nuevo, la luz que emite el Dios, por la rabia, le ciega. Como un rayo luminoso corre por los pasillos de la mansión que ahora solo le parece un cascarón vacío. Casi levita, sabiendo que la vida o muerte de su familia depende únicamente de esa carrera. De quien llegará antes, los demonios o él.

- ¡Traer mi carro!¡YA!- Grita desesperado a la vez que abre las puertas de la entrada asustando a todos sus sirvientes que se apartan de su camino y pretenden cumplir la orden con urgencia.

Justo en ese instante el primer rayo cae del cielo. Anunciando muchos más. Anunciando el terrible futuro del que el Oráculo, que aún mira lo poco que le queda a esa vela para consumirse, hablaba.

El enorme hombre empuja a los trabajadores que acercan la calesa, tirada por sus negros caballos. Con la urgencia de galopar a máxima velocidad hasta esa pequeña ciudad en la Tierra que no debió abandonar en primer lugar.

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- Volveré pronto.- La voz de su padre la saca de su ensoñación, donde ha estado más de diez minutos dando vueltas sin darse cuenta al caldo rojizo del puchero.- No te muevas de aquí.

Tras decir eso, el hombre de barba poblada, desaparece cerrando la puerta de la pequeña cabaña, de camino al mercado para hacerse con algo de carne para la cena.

Fuera comienza a llover demasiado, con el sonido de lejanos rayos. Es por eso que su padre ha preferido que Zahira se quedase en casa. Por eso y porque, desde que se le nota el embarazo por encima de las ropas, la gente del pueblo no ha sido muy amable con ellos. 

No quiere salir y ser presa de más chismosos que la juzguen por ir por "el camino del pecado". Quien diría que los mismísimos Dioses son los más pecaminosos.

Un trueno que casi hace temblar las paredes de su hogar, le hace saltar en su lugar. Es, posiblemente, la peor tormenta que ha enfrentado su ciudad. Pero ella sigue ajena a lo que significa, a lo que viene con ella. Ajena a esas sombras que se cuelan como el viento por sus puertas y ventanas, silenciosas y letales.

Ocultándose en las propias sombras de los muebles y las paredes. Acercándose poco a poco como humo hasta rozar sus pies, sin saberlo.

Zahira siente entonces una brisa de aire frío que se mueve en torno a sus tobillos erizándole la piel. No puede evitar recordar el anterior ataque, y esos dedos feos y heladores que la atraparon hasta casi matarla. 

La sensación de aquel líquido negro que la adormeció, llevándose su sangre y su vida con ella, parece más real que nunca. Casi como si estuviese viviéndola ahora mismo.

Comprende entonces que la sensación es demasiado parecida a lo que siente ahora. Su corazón salta en su pecho y gira la vista a todos lados alerta y angustiada ante la simple idea de que vuelva a sucederle, pero que esta vez su Dios no esté para protegerla.

Pero no puede verlos por mucho que mire. No hasta que ellos quieran. No hasta que es demasiado tarde.

No los ve hasta que se manifiestan frente a ella como espeluznantes espectros, haciendo que el cucharón caiga con un ruido sordo sobre el suelo de la pequeña cocina. Importándole poco el caldo que quema sus pies y que ensucia el suelo y parte de su vestido.

Lo único en lo que piensa al identificar los grises rostros y las puntiagudas y grimosas uñas es en proteger con su vida la del bebé, cubriendo con sus manos su estómago y buscando alguna salida, a pesar de estar rodeada.

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Sus puños aprietan las riendas como si sus corceles pudiesen ir más rápido. Sin darle importancia al agua de la tormenta que moja su ropa y su rostro sin dejarle ver poco más allá de sus narices o al viento que despeina su castaño cabello y ensordece sus oídos. 

Sus dientes duelen por la presión de su mandíbula y su corazón aporrea su pecho ante la realidad de lo que ocurre.

A pesar de que va lo más rápido que puede, los otros Dioses le llevan ventaja.

Un rayo ilumina el cielo de nuevo y los caballos negros como la noche relinchan asustados, pero ni siquiera eso le detiene. Si no que solo le invita a ir más rápido.

Algo duele en su pecho cuando, por la luz de otra nueva ronda de rayos y sus relámpagos, puede ver el pequeño punto por la lejanía que es la ciudad donde, seguramente, su Zahira no tardará en ser atacada. Si es que no han llegado ya...

Comprende entonces, con todo el dolor que esto genera en su pecho, que no llegará a tiempo. Que no podrá salvar a su Zahira... Ni a su hijo.

Así duelen las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora