La Diosa del Silencio

324 38 153
                                    

El programa de Johnson siempre se había enorgullecido de apartarse de los estereotipos y crear su camino, sin importarle a su presentador las opiniones de nadie o la moda de turno. Presumía de su independencia, de ser disruptivo y novedoso. Al final, terminó cediendo a la presión de la basura mediática.

Estaba en la casa de una amiga actriz —a la que yo me había invitado, por cierto— porque quería sorprender a Rick después de su aparición para ir a cenar juntos. Lo que nunca esperé fue ver a Roland entrar en el plató. De haber sabido Rick quién era ese despreciable caballero, no habría ni aparecido en escena.

—¿Qué diablos hace ese tío ahí? —preguntó Karla, mi amiga, tan sorprendida como yo.

—No lo sé, pero esto no puede ser bueno.

Roland siempre me ha odiado. No sé por qué —bueno sí lo sé, por Gareth. Ambos impresentables siempre se llevaron muy bien. Fueron muy pocas las veces en las que me el periodista me trató con respeto. Creo que compartía opinión con el otro idiota de que yo era una aprovechada, cuando en realidad era al revés. Yo jamás necesité de nadie para hacer o lograr nada. Curiosamente, Roland habla maravillas de Anna.

Cada pregunta era un ataque a Rick o a mí. La mención de mi supuesto problema de drogas o alcoholismo —que por suerte no tuve porque, a pesar de que consumía con el cabrón de Gareth, nunca terminé enganchada— y que mi aumento de peso también me podía destruir... Quiero llorar nada más lo recuerdo. ¿Cómo puede haber gente tan mala? ¿Acaso no se puede imaginar que esa situación me pueda generar algún problema o complejo? Te puedo asegurar de que no es el caso, pero denigra que, si no cumples con el jodido prototipo de mujer delgada, ya no seas sexi ni puedas atraer a nadie. ¡Duele mucho que te reduzcan a un cuerpo! ¿No tengo yo más talentos?

—Necesito verlo —dije y salí corriendo, sin apenas despedirme de Karla. ¡Espero que ella me pueda perdonar!

Conduje todo lo rápido que podía, porque las lágrimas y el tráfico endiablado del centro de L.A. dificultaron el avance. Cuando llegué, le tiré las llaves al aparcacoches que me reconoció, pero le dejé con la palabra en la boca. Me metí en el ascensor, disculpándome con los turistas que salían de él, que también me miraron extrañados por mis prisas y mis ojos rojos y húmedos. Por suerte, dejaron que las puertas se cerraran sin pedirme nada.

Cuando estuve ante su puerta, llamé y no me abrió. Pensé que no había llegado todavía. No estaba segura de si vendría directamente al hotel o se iría a algún lado para relajarse.

Hice un segundo intento, la puerta se abrió y me recibió con sus ojos tan llorosos como los míos.

Hice un segundo intento, la puerta se abrió y me recibió con sus ojos tan llorosos como los míos

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunto. No es un reclamo, aunque pueda sonar así—. Sabes que al defenderme así has enterrado cualquier posibilidad de editar aquí.

—Mis sueños no van a cumplirse a tu costa. No podía permitir que te insultara de esa manera. No te lo mereces —Rompe a llorar y yo con él.

Me meto en su habitación y lo abrazo. Él me corresponde y de nuevo siento esa calidez y protección que sólo parezco encontrar en sus brazos. Yo quiero que él sienta lo mismo de mí. Que pueda confiar, encontrar paz y confort.

InvitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora