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II

Keiler no supo con exactitud cuándo comenzó todo, el inicio de aquel desorden y caos interior que no hizo más que crecer con el tiempo.

Aunque, claro, aquella vez en el patio trasero de su casa, mientras enterraba al pajarito que su madre había recogido hacía unos días, le dio un indicio que en realidad no le provocó nada, y ese fue el problema: no sentir nada cuando lo torturó por un rato, clavándole agujas en el cuerpo y arrancando sus pequeñas plumas con una pinza de su padre. El animal era pequeño, un gorrión, y no soportó por mucho tiempo la curiosidad sádica e indolente de Keiler.

Esa fue la primera vez que conoció lo que era infringir daño a otro ser vivo. A los once años.

Lo disfrutó por momentos, pero cuando el ave dejó de emitir sonidos y ya no se movió bajo su mano, la diversión pasó a decepción.

—Hijo, ¿qué pasó con el pajarito? —le preguntó su madre después de revisar la caja, rato más tarde al regresar a casa.

—Se fue —respondió sin dejar de hacer sus manualidades con plastilina. Estaba haciendo un gorrión, o eso pretendía —. Lo saqué y voló lejos.

—Oh, bueno. Qué gusto —murmuró alegre —. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que te prepare algo?

—No —espetó fríamente —. Estoy ocupado, mamá.

—Está bien.

Odiaba que lo molestaran cuando estaba ocupado con algo.

—¡Keiler! —el grito exasperado lo obligó a regresar a la realidad, esa en la que estaba rodeado de blanco. Le parecía una ironía de mal gusto que estuviera rodeado del color que simbolizaba la pureza, porque eso era justamente lo que ya no tenía. Pureza.

—No me llames por mi nombre —gruñó, mirando al guardia que estaba observándolo con mala cara desde la puerta —. No te di permiso.

—No necesito tu permiso, lunático. Levanta el culo —demandó moviendo el garrote con desdén —. El fiscal está esperándote.

La sonrisa apareció instantáneamente. Siempre era un gusto ver a Andrei.

—De acuerdo —aceptó, expectante, pero al ver que el sujeto no se movía le fue imposible no dejar en evidencia su falta de tolerancia —. ¿Qué esperas, idiota? Muévete. No es mi culpa que no pueda levantarme solo.

El guardia chasqueó la lengua de mala gana y se acercó.

—Quédate tranquilo porque tengo permiso de golpearte —advirtió, mostrando el garrote negro.

Keiler sonrió ladino, disfrutando del miedo que provocaba en los demás. Era normal que no se le acercaran y, en caso de hacerlo, siempre soltaban una advertencia para mantenerlo a raya.

«Cobarde»

—Me portaré bien —prometió tranquilo, tanto que solo provocó más desconfianza —. No debo hacer esperar al fiscal, ¿verdad? ¿Qué esperas?

—Siento pena por ese hombre que tiene que lidiar contigo.

Keiler no se sintió ofendido mientras lo ayudaba a levantar, agarrándolo de la camisa de fuerza. Las piernas le temblaron y dolieron, era normal con el poco movimiento que tenía.

Malvado | BL © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora